Si nos atentemos a la máxima empresarial de Carlos Slim, la inversión de dos millones de euros en el Oviedo tiene su lógica. «Todas las crisis son oportunidades», declaraba el magnate mexicano en «El País» en junio de 2008, cuando todavía esa palabra no había calado en la vieja Europa. Los problemas del Oviedo son un grano de arena en este desierto global, pero a Slim le ha parecido interesante echar una mano a un club en apuros. Servirá también como nuevo lazo con una comunidad, Asturias, de la que proceden algunos de sus mejores amigos y socios.

Se puede decir que Carlos Slim Helú (Ciudad de México, 28 de enero de 1940) mamó el mundo de los negocios desde la cuna. Lo amamantó su padre, un emigrante libanés que encontró en México la tierra de las oportunidades. Desde muy pequeño, Carlos Slim recibió de su progenitor, además de la típica paga semanal, una cartilla de ahorros para que administrase sus gastos e ingresos, que controlaba periódicamente. El propio Slim reconoció que ya con 12 años había hecho su primera inversión: 30 acciones del Banco Nacional de México.

Carlos Slim empezó a poner las bases de su imperio en 1965 con la constructora Carso, a través de la que ha entrado en el Oviedo, además de una mina de cobre, una embotelladora de refrescos y el grupo financiero Inbursa. Fue precisamente una crisis, la que paralizó México a comienzos de la década de los 80, la que aprovechó Slim para dar el salto de millonario al estado siguiente. Mientras otros potentados ponían a buen recaudo su dinero, Carlos Slim inició una desenfrenada carrera para comprar barato y, en algún caso, sacar un beneficio exagerado. Como ejemplo, la British American Tobacco, con la que se hizo por 5 millones de dólares y que vendió por 40.

Desde ahí hasta convertirse en la mayor fortuna del planeta, en 2010, resultó decisiva su apuesta por las telecomunicaciones. Slim ofrece en todo el continente americano un paquete conjunto de telefonía, televisión por cable y servicios inalámbricos gracias al control de empresas como Teléfonos de México (Telmex), América Móvil y Carso Global Telecom. Por eso ha hecho fortuna el chascarrillo que dice que ningún mexicano, y pocos latinoamericanos, pasan un solo día sin entregarle un peso a Slim, ya sea viendo la tele, hablando por teléfono, fumando un Marlboro, comprando en los grandes almacenes Sears o realizando alguna operación financiera.

El mundo del deporte no es ajeno a las inquietudes de Slim, aunque el fútbol no está en el primer plano de sus preferencias. El mexicano es un loco del béisbol, hasta el punto de conocer al dedillo la vida y milagros de los grandes de la historia, como Álex Rodríguez, Ted Williams o Babe Ruth. Lleva siempre consigo una chuleta con los récords de sus ídolos, entre los que se encuentran también el atleta jamaicano Usain Bolt y el nadador Johnny Weissmuller, luego conocido por su carrera en el cine como Tarzán.

Cercano a los 73 años, Carlos Slim se ha apartado del día a día de sus empresas y presume de su implicación en causas benéficas. A través de varias fundaciones, el magnate se ha comprometido a destinar 10.000 millones de dólares en proyectos filantrópicos durante cuatro años. De todas formas, su sombra sigue marcando el paso en las empresas familiares, que dirigen sus hijos, con una línea de actuación que se resume en esta frase: «Lo importante no es no cometer errores, sino que sean pequeños».

Uno de los aciertos de Slim ha sido rodearse de personas que sintonizan con su perspectiva vital y empresarial. Entre ellos se encuentran un puñado de asturianos, como el empresario Juan Antonio Pérez Simón, socio con un paquete importante en el grupo Carsa y que comparte otra de las pasiones de Slim: el arte. Si a Pérez Simón se le atribuye un patrimonio de 1.500 obras de incalculable valor, Carlos Slim inauguró el año pasado en Ciudad de México el Museo Soumaya -en memoria de su mujer fallecida-, con una superficie de 7.000 metros cuadrados, en el que se pueden admirar las más valiosas de sus 66.000 obras.