Las desgracias nunca vienen solas. El Liverpool estaba todavía penando por la tragedia de Heysel, en la que murieron 39 personas en incidentes provocados por sus seguidores poco antes del comienzo de la final de la Copa de Europa de 1985 entre su equipo y el Juventus, cuando tuvo que pasar por el trance de perder una Liga en su casa y, para más inri, después de que hasta pudiese permitirse una derrota, eso sí siempre que no fuese por más de un gol. Y esto a sólo poco más de un mes de que 96 de sus hinchas hubiesen fallecido como consecuencia de una avalancha en un partido de Copa frente al Nottingham Forest, si bien en este caso no por una pelea entre espectadores, hasta el punto de que la justicia determinó que la responsabilidad fue policial debido a que los agentes no adoptaron las medidas oportunas para velar por la seguridad del público aquel 15 de abril de 1989.

Eran malos tiempos para la imagen del Liverpool en particular y del fútbol inglés en general. Con los clubes fuera de las competiciones europeas, sancionados tras la catástrofe ocurrida en el campo de la capital belga e incidentes sin parar en las gradas y alrededores de los campos por las acciones violentas de los hooligans (gamberros) en una Inglaterra muy crispada en el apogeo del gobierno dirigido por Margaret Thatcher, los poderes públicos eran conscientes de que una nueva salvajada pondría al país en jaque y de ahí que aquel día Anfield y sus cercanías pareciesen una fortaleza, rodeada por la policía con el firme propósito de que no hubiese ningún problema más en un partido que se presumía explosivo al jugarse toda una temporada en el mismo.

Un partido que no estaba designado en principio para disputarse en la última jornada (originalmente iba a jugarse el 23 de abril) sino que acabó celebrándose el 26 de mayo al ser aplazado tras el terrible suceso en el partido de Copa con el Nottingham en señal de duelo por el casi centenar de víctimas. El Liverpool llegaba de todos modos crecido a esta crucial cita pues acababa de ganar justo la Copa, tras derrotar en la final por 3-2 al Everton, es decir a su gran rival local. Un motivo más de felicidad muy especial para uno de los clubs más peculiares del fútbol mundial.

Sólo quedaba rematar una faena en la que el equipo de Anfield partía como es evidente como gran favorito, lo que supondría por otro lado hacer doblete, el que sería el segundo de su historia, de producirse, pues su ventaja era más que considerable, también porque el rival había ido de más a menos, hasta el punto de que allá por el ecuador de la competición había llegado a tener 15 puntos más que los "reds" (ya eran tiempos en los que la victoria sumaba tres puntos), pero la segunda vuelta del torneo se le hizo muy larga al Arsenal que preparaba George Graham, mientras el Liverpool cogió velocidad de crucero y pudo llegar a la última jornada con tres puntos de ventaja tras no perder partido desde primeros de año. Lo único que mantenía en pié al Arsenal era que en caso de igualdad a puntos y diferencia de goles sería el conjunto londinense el que se llevaría el gato al agua pues según las normas inglesas de desempate entre dos equipos para este supuesto se clasificaba primero el que hubiese metido más goles.

Todo estaba listo pues para la fiesta en el emblemático campo del Liverpool. Pero nadie contaba con que sobre todo el equipo de casa no iba a dar la talla. El conjunto entrenado por Kenny Dalglish, una leyenda viva del Liverpool como jugador pero muy poca cosa como entrenador, nunca se encontró cómodo en el partido, como si no supiese a qué jugar, de tanta cómo era su ventaja, o bien pensase que el título estaba tan ganado que aquel no era un día para sudar. El desconcierto entre los locales aumentó con el primer gol de los visitantes, ya en la segunda parte, después de una primera parte anodina con mucho juego contemplativo e incluso un Arsenal nada atrevido que por increíble que parezca reforzó su defensa por obligado que estuviese a ganar para tener opciones, lo que no hizo sino aumentar la cachaza con la que se tomaron los de Dalglish, en cuyo descargo vaya que a la media hora perdieron a Rush, uno de los más fantásticos goleadores de su historia.

El Liverpool no fue capaz de tomarle un buen pulso al partido y el Arsenal, casi obligado por las circunstancias, se fue hacia adelante a la vista de la indolencia rival. Pese a todo, las limitaciones técnicas de los visitantes suponían que los locales podían hasta con cierta comodidad mantenerse vivos. El partido se iba hacia el final con la exigua ventaja de los londinenses. Los de casa ya saboreaban el título, pese a su floja actuación, cuando se produjo uno de esos momentos que quedan para siempre en la memoria de los aficionados. Thomas sacó petróleo de una acción que en principio no parecía destinada a crear gran peligro y batió a Grobbelaar ya en tiempo de descuento. El partido estaba tan cerca de su final que sólo se jugaron 40 segundos tras el nuevo saque de centro. El Arsenal había sembrado el estupor en Anfield consiguiendo uno de los títulos más impresionantes de la historia del fútbol por el dramático desenlace.

Pero cómo sería el ambiente que había propiciado el Liverpool con el poco nervio que exhibió en el campo que al final sus seguidores no transformaron para nada su disgusto en agresividad y hasta reconocieron la justicia del título rival premiando a la plantilla del Arsenal con cálidos aplausos mientras en la grada no hubo asimismo ni un solo asomo de incidente. Por esas vueltas que a veces da el fútbol Thomas, el autor del decisivo tanto, jugaría años después en el Liverpool.

El conjunto derrotado todavía tendría arrestos para proclamarse campeón de Liga al año siguiente, pero sería su último título hasta ahora, el decimoctavo, una mala racha que unida a la serie de éxitos del Manchester United durante el prolongado régimen de Alex Ferguson permitió a estos convertirse en el club inglés más laureado en el torneo doméstico, con veinte Ligas, cuando el Liverpool llegó a llevarles once títulos de ventaja.