Hace 20 años hubiera cogido el coche hacia Gijón el viernes por la tarde. Habría llegado a Gijón y habría salido de fiesta. Me habría levantado tarde, habría comido cualquier cosa y, en el parque, o en la calle, o en un banco, siempre con mi amigo Fraga, animando al autobús del Sporting, me hubiera tomado un calimocho. O dos. O diez. Y seguramente le hubiera dicho de todo a Toché cuando marcó el gol y enseñó el brazalete de capitán.

El viernes no pude coger el coche hacia Gijón porque trabajé y hace meses que no salgo de fiesta por la noche. Ayer me levanté temprano y pasé la mañana acribillado en una portería de barrio por un pseudo Cristiano Ronaldo de ocho años. De haber podido, habría comido un arroz en St. James y me hubiera tomado un gin-tonic fresquito. Uno. No más. Y cuando Toché nos hubiera enseñado el brazalete, no le habría dicho nada. De hecho, cuando lo vi, no le dije nada. A la televisión, se entiende. Porque, a todo esto, no hubo ni arroz ni gin-tonic. Hubo ensalada de pasta presurosa y jornada de trabajo en la redacción, donde siguen mirando como si fuera un OVNI a quien tanto interés le pone a un partido de Segunda. El caso es que no le dije nada a Toché.

Primero porque el Oviedo llevaba mereciendo el empate un buen rato. Pero, sobre todo, porque, al fin y al cabo, ¿qué más me da que un tipo de Murcia, que lleva dos años en Oviedo, me enseñe el brazalete de capitán? Demasiado absurdo. Vaya por delante que tampoco me provocan una emoción desmedida los golpes al escudo de un tipo de Mallorca cuando marcó el gol del Sporting. El caso es que el derbi sí, fue un derbi, pero no, no fue un derbi. Quizá porque ya no juegan Oli, ni Berto, ni Villa, ni Joaquín, ni Quini... Chillarle a Oli tenía su gracia. De hecho, tenía tanta gracia que terminaron chillándole hasta los del Oviedo. A Toché, no.

Tampoco ayuda estar en Madrid. Hay morriña, claro, pero hay morriña del 'Asturias' de Víctor Manuel, del Angliru, de las marañuelas y de San Lorenzo. También de la calle Uría, desgastada en el verano del 99 camino de La Nueva España, ida y vuelta, cada día. También de la lluvia, hermosa en el cuello de la chaqueta de Herrera y en las gafas de Anquela. Pero, lejos de esa morriña, desde aquí resulta sonrojante ver el comportamiento de esa parte de la afición del Sporting que lleva décadas sin saber comportarse. Da vergüenza ajena ver esas caras de odio, en azul y en rojiblanco, esos cánticos estúpidos dedicados a la aldea y a la capital, esas piedras hacia el autobús rival, ese encararse sin ton ni son con la Policía.

Hay morriña de ver un estadio con 27.000 personas (a ver si nos superan en la vuelta) y de escuchar el 'Asturias, patria querida'. Pero la pereza es infinita con eso de que nosotros somos la mejor afición y que ellos no valen nada, o al revés, que tanto da. Ayer, despojado de esas tonterías, como seguidor del Sporting quería ganarle al Oviedo para echar unas risas a su costa durante un par de días. Claro que, bien pensando, por no tener, no tengo casi ni amigos del Oviedo a los que chinchar. Pero bueno, alguno me hubiera buscado. Sí fue llamativa la reacción de los aficionados al final. Los del Sporting como si nos hubieran prohibido la sidra. Los del Oviedo, como si Alonso volviera a ganar una carrera. Desconozco si obedecía exclusivamente a la inercia del partido o es la plasmación, atemporal, de la naturaleza de cada club.

En fin. Hay pocas cosas más estúpidas que ese clima tenso alrededor de un derbi en el que el gol de unos lo marcó alguien de Mallorca y el de los otros alguien de Murcia.

Pero, ay, Toché, si me pillas con 20 años...