Entiendo a los futboleros que paladean un buen resultado de su equipo mientras los volcanes, el precio de la luz o las costuras sociales estallan como petardos arrojados a los pies de un paseante desprevenido. Entiendo a los madridistas que sonríen un lunes al sol porque su equipo ganó en el Camp Nou. Entiendo que el fútbol parezca a veces más importante que la subida del salario mínimo, más urgente que conseguir que el tren pase por mi pueblo y más relevante que las recomendaciones de los científicos para luchar contra el cambio climático. Entiendo que un Barça-Madrid tenga más audiencia que el cine clásico o que “Órbita Laika”, el precioso y divertidísimo programa de divulgación científica que presenta en La 2 el matemático Eduardo Sáenz de Cabezón. No es justo, pero lo entiendo, lo entiendo, lo entiendo y lo entiendo porque los humanos somos así, terriblemente humanos.

Madame Verdurin, el personaje de Marcel Proust, no podía evitar el placer de saborear un cruasán mojado en café con leche mientras leía en el periódico que un submarino alemán había hundido el “Lusitania”. ¿Qué es la muerte de cientos de personas comparado con el sabor de un cruasán? Todo. ¿Qué es un cruasán acompañado de un café en una tranquila mañana comparado con la tragedia de un trasatlántico que se hunde en dieciocho minutos después de ser torpedeado por un submarino? Nada. Y, sin embargo, Madame Verdourin entiende el horror del “Lusitania” sin poder renunciar al placer del cruasán. ¿Los futboleros no nos comportamos a veces como Madame Verdurin? ¿No es el fútbol como un cruasán en un mundo lleno de noticias horribles? ¿Somos malos por no renunciar al sabor del cruasán cuando nos enteramos de que el volcán de La Palma sigue vomitando fuego o que el precio de la luz ya es como el rayo que no cesa? ¿Deberíamos apagar el televisor o salir del estadio en protesta porque la subida del salario mínimo no es inminente, radical e innegociable? No lo creo.

Y, sin embargo, no entiendo a los energúmenos que se juntaron después del partido Barça-Madrid para insultar a Koeman y escupir y patear el coche en el que el ya exentrenador del Barça y su mujer salían del Camp Nou con intención, quizás, de comer tranquilamente un cruasán mojado en café. No los entiendo porque no sé si son como esos individuos tremendamente normales de los que hablaba Hannah Arendt pero que acabaron colaborando en la máquina nazi de exterminio, aunque ahora solo insultan, escupen y patean a quien abrazarían y jalearían si Dest hubiera acertado en aquella jugada y el Barça se hubiera llevado los tres puntos ante el Real Madrid. No los entiendo porque no sé si sus vidas están tan vacías que, como Théophile Gautier, prefieren la barbarie al aburrimiento, el espectáculo feísta de esperar a un señor y a su esposa en un aparcamiento para escupir babas y groserías antes que tomar una tila, ver el telediario y acostarse en paz porque mañana hay que madrugar. No los entiendo porque no sé si son ignorantes a los que no hay que castigar llamándoles nazis o bárbaros, sino educar en la consideración del fútbol como un humilde y sabroso cruasán.

Entiendo a Madame Verdurin, pero no entiendo a esos jóvenes que grabaron con sus móviles a Koeman mientras soportaba la lluvia de insultos y escupitajos. Acepto mis contradicciones. Lo único que puedo hacer es saborear un cruasán mientras lamento que el fútbol sea a veces tan brutal, feo e ignorante.