Los veranos de la adolescencia
Cuando nos pasa un derbi, nos pasa la vida entera
Hay una columna de Manuel Vicent a la que regreso cada poquito tiempo por dos razones fundamentales: la primera, para no desaprender las valiosas lecciones que esconde; y la segunda, para tener siempre presente qué puñetas es eso de escribir bien. El texto aborda con estremecedora elocuencia asuntos que nos interpelan a todos, como el inexorable paso del tiempo, el hastío vital ("la monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar huella") o la incapacidad de volver a ilusionarnos alcanzada cierta edad ("los veranos de la adolescencia eran largos e intensos porque cada día había sensaciones nuevas y con ellas te abrías camino en la vida cuesta arriba contra el tiempo").
A un partido de fútbol uno puede aproximarse de muchas maneras. A saber: como hincha de uno de los equipos implicados, como aficionado al propio juego o incluso (todavía) como periodista. Pero cuando un futbolero, por muy periodista que se diga, se adentra por primera vez en las tripas de una rivalidad cerval como la que enfrenta a Sporting y Oviedo, solo es capaz de observar lo que tiene delante con los ojos fascinados de un niño.
A un derbi uno no acude en busca de la linda jugadita que perseguía Galeano. A los derbis se va a cantar y a sufrir y a rezar a dioses en los que no creemos y a festejar abrazando a desconocidos y a soñar con goles bellísimos que solo se marcaron en nuestra imaginación.
En la naturaleza de un derbi va intrínseca la división, pero me gusta pensar que, en el fondo, un derbi es una celebración de lo común. En un mundo atomizado, entregado a un "markentingniano" culto a la individualidad, el derbi es de todos porque no es de nadie, el derbi es democracia pura, sin cortar. Sin derbi puede que haya pueblo, pero sin pueblo seguro que no hay derbi.
No me une vínculo sentimental alguno con Sporting ni Oviedo. Soy de Torrelavega, estudié en Madrid y llevo en Asturias menos de un año. Me tomo lo de los afectos deportivos con la disciplina del devoto: uno puede cambiar de pareja, de partido político o de religión, pero nunca de equipo de fútbol. Convertirse en hincha de un club es algo demasiado serio que requiere de más tiempo que un puñado de meses. Cuando ayer, antes del partido, advertía el brillo en los ojos de los aficionados de Oviedo y Sporting, veía esos veranos de la adolescencia a los que aludía Vicent. Veía la inocencia del niño en su primer gran partido, la efervescencia del adolescente, la ilusión límpida del socio veterano que alberga la convicción de que, tras varias décadas de sufrida militancia, el derbi aún tiene algo novedoso, extraordinario que ofrecerle.
Vicent también dejó escrito que el tiempo es una farsa, que no existe. Que el tiempo solo son las cosas que nos pasan. Cuando nos pasa un derbi, nos pasa la vida entera.
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