J. L. ARGÜELLES

Dicen las crónicas que el domingo 10 de febrero de 1907, día de mar tranquila y viento flojo en las arboladuras de los veleros que se resguardaban al pie del Cabo Torres, la proa del «Dalbeattie» asomó, de mañana, en las aguas de El Musel. Traía sus bodegas vacías y un encargo que hoy, cien años después, nadie duda en calificar de histórico. Durante trece jornadas, hasta el día 23 del mismo mes, fecha en la que el vapor de bandera noruega puso rumbo a la costa oeste escocesa, hasta el puerto de Ardrossan, cerca de Glasgow, no cesaron los acarreos manuales de mineral de hierro hasta que el buque completó las 2.000 toneladas. Una carga que marcó la vida comercial de la dársena gijonesa, el mayor puerto español de graneles sólidos, y abrió uno de los períodos más brillantes de la industria asturiana.

Cien años en los que El Musel, donde está en marcha una ampliación que le permitirá duplicar su actual capacidad, se ha consolidado como el segundo gran puerto del norte español. Fue un cargamento modesto, si se compara con la cantidad de graneles sólidos que las instalaciones gijoneses mueven ahora (unos 19 millones de toneladas al año), pero muy importante si se tienen en cuenta los medios de la época. El mineral de hierro procedía del cargadero del yacimiento del Regueral, en Candás, propiedad de la sociedad Minas de Hierro y Ferrocarril de Carreño, y llegó al puerto en un convoy que utilizó la vía estrecha del ferrocarril Veriña-Aboño-El Musel.

El «Dalbeattie» abrió un doble camino. A las exportaciones de mineral de hierro, que empezaron a embarcarse por la primera alineación del muelle de Ribera, siguieron las de carbón una vez que la Compañía del Ferrocarril de Langreo asentó vías y montó grúas. El 14 de julio de 1097 el tercer «Jovellanos», otro vapor, se hacía a la mar con dirección a Bilbao y un primer transporte de hulla. En octubre de ese año se cargaron, pese a las dificultades, más de 8.000 toneladas de carbón.

Ese arranque de un comercio industrial que ha marcado el perfil de la dársena gijonesa permitió impulsar, además, las obras de construcción de El Musel. La real orden que autorizaba la construcción de un refugio en la ladera este del Cabo Torres había sido rubricada 42 años atrás, el 19 de marzo de 1865. Salustio González-Regueral había hecho el primer proyecto tres años antes, en 1862, pero los trabajos del dique Norte no se adjudicaron hasta tres décadas después, en abril de 1892, por 10,5 millones de pesetas de la época. En 1897 se concedió al contratista Antonio Arango, en 2,8 millones, el muelle de Ribera. Atrás quedaba la ácida polémica entre «muselistas» y «apagadoristas».

El viejo dique Norte (1.051 metros) y el muelle de Ribera (1.270,70 metros) fueron propuestas del ingeniero Francisco Lafarga. El 8 de agosto de 1892 tañeron las campañas de Jove mientras el ministro de Fomento, Linares Rivas, procedía a la inauguración oficial de las obras entre las bendiciones del arzobispo de Oviedo, las salvas que disparaban los cañones del cerro de Santa Catalina y los oficios de la condesa de Revillagigedo, que accionó el dispositivo con el se voló parte de la pared del Torres. Hubo que esperar más de un año, hasta octubre de 1893, para iniciar la fabricación de los bloques de hormigón que necesitaba el paramento del dique.

Aún estaba lejos el sueño de humo y mineral de los vapores «Dalbeattie» y «Jovellanos». Retrasos y falta de coordinación entre los contratistas de la obra. Ésa era la situación hacia el verano de 1900, cuando empresarios mineros y siderúrgicos constituyen el Sindicato Asturiano del puerto de El Musel para impulsar los trabajos bajo la presidencia de Luis Adaro Magro, director de la Fábrica de Mieres. También se tomó la importante decisión de confiar la rienda de los trabajos, durísimos por los temporales, al ingeniero Alejandro Olano.