J. M. CEINOS

A principios del siglo XX la aviación, entonces en ciernes, era una de las últimas fronteras a batir por el hombre, a la que se aplicaron los más intrépidos. Y hasta los años treinta del siglo pasado, con los grandes «raids» aéreos intercontinentales, en los que los pilotos españoles despuntaron, también levantó pasiones entre el gran público.

Naturalmente, en la conquista de los cielos también hubo presencia gijonesa desde muy pronto, encarnada, especialmente, por un joven de la burguesía industrial local: Mariano Pola Collar, descendiente de una familia originaria de Luanco (Gozón), los Pola, que hicieron fortuna en la Cuba española y al regreso fueron la punta de lanza de la industrialización de la ciudad con la fundación, entre otras empresas, de la Fábrica de Vidrios La Industria y la Fábrica de Loza La Asturiana, así como por su labor filantrópica, de la que el Asilo Pola fue el ejemplo.

Aplicado a la «afición» de surcar los cielos y con muchos posibles, Mariano Pola Collar, amigo de los deportes y buen automovilistas, es decir, un «sportman», como se denominaba en los periódicos de la época, por influencia británica, a quienes podían permitirse la práctica de los deportes, decidió adquirir un aeroplano y tratar de batir la marca del vuelo entre París y Bruselas. Su muerte, el 28 de diciembre de 1910, le hizo pasar a la historia como la primera víctima mortal de la aviación española.

Huérfano desde muy niño, Mariano Pola tenía tres hermanas, y días antes del que sería su último vuelo, remitió desde Francia una tarjeta postal a su hermana Ángela, la mayor, que residía en el número 20 de la calle de la Trinidad. El anverso es una fotografía del aviador sentado en su aparato junto al ingeniero Alejandro Laffont, su instructor, y en el reverso se puede leer: «Querida hermana, te mando una fotografía mía en el aeroplano, que nos hizo un compañero de afición y puedes ver por ello que me prueba bien, pues me siento mejor que nunca. Un beso al niño, recuerdos a Luis y etc. Un beso de tu hermano Mariano». La tarjeta lleva un sello de diez céntimos de la República Francesa.

Veinte años después del desgraciado vuelo de Pola, José M. Samaniego, otro de los pioneros de la aviación en España, recordaba su amistad con el joven «sportman» gijonés y los días que habían compartido en el campo de Issy-les-Moulinaux, en las proximidades de París, donde se produjo la tragedia, en diciembre de 1910: «La aviación se hallaba en su infancia; sólo hacía tres años que una mañana de enero de 1908 había conseguido Farman en Europa recorrer un kilómetro en circuito cerrado por los aires» y «Francia entonces constituía la Meca de la aviación, y hasta los hermanos Wrigth, verdaderos inventores del vuelo mecánico, hubieron de venir de Norteamérica para poder consagrar ante el mundo su trascendental invento. De todas partes iban luego llegando los que querían ingresar en el rito del aire para partir después hacia los ámbitos diversos como nuevos apóstoles».

Uno de ellos era Mariano Pola, quien tenía también de ingeniero de vuelo a su instructor Alejandro Laffont, piloto jefe de la Casa Antoinette. Ambos, durante todo diciembre, pusieron a punto el aparato, un monoplano, y tras un mes de nieblas y vientos persistentes, como escribió Samaniego, decidieron emprender el vuelo a Bruselas en la madrugada del 28 de diciembre.

Al día siguiente, en el diario gijonés «El Noroeste», se contaba a los lectores que a las ocho y media de la mañana comenzaron a realizar pruebas, «se elevaron admirablemente, aunque funcionaba mal el carburador, a causa del frío, que era excesivo. Por tal motivo, y con objeto de poner en condiciones el aparato, decidieron descender momentos después».

Terminados los arreglos, Pola y Laffont, a los mandos del monoplano, volvieron a despegar, pero «cuando se hallaban a sesenta metros de altura y al dar un rápido viraje, desprendióse de pronto el ala izquierda del aparato, dando éste instantáneamente una voltereta y cayendo vertiginosamente con gran estrépito».

Al precipitarse a tierra el aeroplano «produjo un fuerte chasquido ahogado por el grito de horror de los espectadores. Laffont, por la fuerza del choque, salió despedido unos tres metros del asiento, resultando con el cráneo fracturado y el brazo izquierdo roto; la muerte fue instantánea». Por su parte, «Pola quedó sepultado debajo del motor y de la destrozada armadura del aparato». «El Noroeste» señalaba luego a sus lectores que decidió suprimir «gran parte de la información referente a los crueles detalles que antes indicábamos».

La noticia del accidente causó conmoción en Gijón, y así, «El Noroeste» comenzaba su primera información con las siguientes líneas: «Con verdadera consternación por cuantos la escuchaban, empezó a correr de boca en boca, a última hora de la tarde de ayer (28 de diciembre), una tristísima noticia. Decíase que el joven "sportman" gijonés don Mariano Pola había sufrido un gravísimo accidente en uno de los vuelos que practicaba en su aprendizaje de aerostación, accidente de muy funestas consecuencias (...) También se nos dijo que las señoritas de Pola, hermanas de Mariano, habían sabido inopinadamente en el paseo de la calle Corrida la noticia del grave accidente, causando en ellas la natural congoja y aflicción».

El último día de 1910 «El Noroeste» daba más detalles de la tragedia ocurrida en Issy-les-Moulinaux: «Los periódicos franceses que ayer llegaron a Gijón, relatando la catástrofe, corrieron de mano en mano y eran leídos con avidez, provocando en todos una fuerte impresión de horror y tristeza».

En uno de los diarios franceses, «Le Petit Journal», se publicaban sendas biografías de los dos aviadores fallecidos. De Mariano Pola decía, «entre otros detalles, que era un joven español, muy conocido en los centros sportivos y que había obtenido su "brevete" de piloto hace tres semanas en Mourmelon».

El 7 de enero de 1911, «El Noroeste» abría su primera página con una esquela a seis columnas, la de Mariano S. Pola y Collar, quien «falleció en Issy-les-Moulineaux (París), el día 28 de diciembre de 1910, a las ocho horas y cuarenta y cinco minutos». El cadáver del infortunado aviador llegó por ferrocarril a Gijón, a la Estación del Norte, el mismo día.

Un gran gentío presenció el paso del cortejo fúnebre hasta el cementerio de Ceares. El 9 de enero, todas las misas celebradas en Gijón fueron «aplicadas por el eterno descanso de su alma».