Cada vez se habla peor y peor aún se escribe. Cada generación lee menos, hipnotizada por el juego de espejos de imágenes multiplicadas por los medios audiovisuales, fotogramas que se disuelven como azucarillo en la memoria, que pasan de largo sin dejar poso, como esos sueños que no recordamos al despertar por la mañana. La vista sustituye al oído e internet se convierte en un gran patio de vecindad de ventanas abiertas y vocación de púlpito para una juventud que inventa jergas para ahorrar palabras y euros en la factura del móvil. Se extiende como una pandemia la peste del lenguaje, y las Academias de la Lengua, que conforman la Organización Mundial de la Salud del idioma, tienen que actuar con urgencia para evitar la expansión de un virus infame que limita la preciosa facultad humana del uso de las palabras. ¿Acaso existe algo más maravilloso que la posibilidad de comunicarse mediante magia tan simple como la combinación alfabética de veintitantos caracteres insignificantes?