Empezó a escribir las historias que se le ocurrían con 51 años, la edad en la que otros se despiden de la literatura. Y, desde entonces, no ha dejado de contar cosas y de ganar premios: del "Dulce Chacón" de novela corta al "Zayas". Como Conrad, fue marino (en concreto, capitán de la Marina Mercante) antes de decidir que quería poner negro sobre blanco sus ficciones. Y, ahora, esos relatos también se le han vuelto viajeros a Miguel López García. Sus obras empiezan a cruzar, gracias al interés de una editorial panameña, el océano por el que el narrador tanto navegó. Una de sus novelas, "Cuando la bruma se desvanece", empieza a ser materia de lectura en algunos colegios de Centroamérica.

Pese a ser viejo lobo de mar, que dice el cliché, Miguel López García tiene bien plantados los pies sobre la tierra. Sabe que la literatura es una carrera de muy larga distancia. Y más cuando uno empieza a publicar a una edad ya tardía. La mayoría de los editores quieren saber poco o nada con los autores que peinan canas; buscan la posibilidad del pelotazo con la novedad juvenil. "La escritura se ha ido convirtiendo en una necesidad vital", afirma el escritor.

Sin prisas pero sin pausa, y reciente aún el último título de su cosecha: "Confesiones y media botella de coñac" (El Tajalápiz Media). "Es una novela en la que sólo hay dos personajes, dos perdedores; es una historia de perdedores", subraya el autor, a quien se ve más concentrado en su obra desde que se jubiló, hace dos años, de su trabajo en la Torre de Salvamento de El Musel. Ahí, atento a las emergencias marítimas en el Cantábrico, pasó veintitrés años de su vida. Durante otros dieciséis navegó y mandó buques. Ha dicho, en alguna ocasión, que esa experiencia en los barcos y en los océanos le reportó un minucioso aprendizaje de la psicología humana. "Ahora mismo no echo nada de menos; cuando escucho a la gente lamentarse porque se jubila, no me creo nada de lo que dice", subraya.

Miguel López García es castropolense de Barres. Nació en 1954. "Jamás había pensado en dedicarme a la literatura, aunque también es cierto que ya desde niño tenía una predisposición hacia las cosas artísticas", asegura. El narrador recuerda que era "bueno", por ejemplo, para la música. Rememora que su padre no le dejó unirse a una rondalla porque tenía que andar doce kilómetros hasta Tapia de Casariego. Su progenitor pensaba que era mucho esfuerzo para un niño de nueve años un poco escuchimizado. Lo logró dos años después. Con apenas dos meses de ensayos se convirtió en el solista en el concurso de villancicos se Oviedo.

Es una anécdota que ilustra la capacidad de Miguel López García para recuperar con rapidez el tiempo perdido. También ha leído bastante. Después de empezar a escribir pasada la cincuentena, y a raíz de un accidente marítimo al que le tocó asistir, no ha parado. Tiene publicadas cuatro novelas, y otras seis descansan en las carpetas. "Escribo todos los días unas tres horas", dice. Y añade: "Cuando empecé, me decían que asistiera a un taller de escritura, pero después de ganar el 'Zayas' me aconsejaron que siguiera así, en esa línea; les hice caso".

Está ilusionado con "Confesiones y media botella de coñac", con esos dos perdedores -uno de ciudad y otro de pueblo- que se encuentran: "La idea surge del aburrimiento que ha ido tomando poco a poco los pueblos; más que una novela policiaca, es de suspense". A su juicio, es siempre más "interesante" la figura del perdedor que la del triunfador, por eso, quizá, de que el primero suele tener una biografía de sueños rotos o incumplidos.

Miguel López García sabe que tiene pendiente otra novela, una historia ambientada en el mar. Está en ello, aunque se siente fascinado por el tiempo rural de su infancia en el occidente asturiano, en los años cincuenta y sesenta.