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Crítica / Teatro

José Luis Argüelles

"El Pelayo" y otras cosas sustanciales

Marga Llano y Elena de Lorenzo firman dos elogiables recuperaciones de la tragedia de Jovellanos

Hace mil trescientos años, en el 718, Pelayo era alzado sobre el pavés en algún lugar de Asturias, posiblemente Cangas de Onís. Nacía así un minúsculo reino refractario a la dominación musulmana del resto de la Península. Los viejos cronicones y la historiografía posterior han visto en aquel gesto insumiso, rebelde, el primer capítulo de la Reconquista y la fragua del proyecto cristiano, occidental, que acabaría llamándose finalmente España. No parece que la conmemoración de ese movimiento fundacional, de tan complejas y profundas consecuencias -y tan importante para saber qué somos y de dónde venimos-, haya fructificado, sin embargo, en cosas sustanciales más allá de la publicidad oficial. Y eso que casi todos los monarcas españoles -de Isabel II en adelante, que se apresuró a visitar Covadonga cuando supo que su intrigante cuñado el duque de Montpensier, casado con Luisa Fernanda de Borbón, acudía al Real Sitio a lomos de caballería-, han mirado hacia el monte Auseva como si de esa entraña terrestre manara un caudal de legitimidad.

Una de las excepciones al enjuto panorama conmemorativo del establecimiento del Asturorum Regnum (unos doscientos años de duración) ha sido el montaje teatral que pudimos ver, el pasado sábado, de "El Pelayo", la única tragedia escrita por Jovellanos (1744-1811) que ha llegado hasta nosotros. Y también la modélica edición que ha hecho de esta obra la filóloga Elena de Lorenzo, directora del Instituto Feijoo: un minucioso estudio en el que la profesora arroja luz sobre las muchas vicisitudes de un texto que el gran ilustrado nunca llegó a dar a la estampa. Una pesquisa apasionante, pues los equívocos no han dejado de torcer la plena y ajustada incorporación de esta obra al canon del teatro neoclásico español. Tanto es así que hasta uno de los mayores especialistas en Jovellanos -nos referimos al catedrático José Miguel Caso-, publicó la pieza en las obras completas de Jovellanos con el título de "El Pelayo o la muerte de Munuza". El trabajo que llega ahora a las librerías, bajo el sello de Trea, despeja errores y ofrece al estudioso y al lector una guía fundamental por el enjundioso esfuerzo de contextualización que hace la citada investigadora.

La conservación de dos manuscritos (ninguno autógrafo de Jovellanos), que están depositados en la Biblioteca Nacional (mal clasificado durante décadas como pieza del poeta Manuel José Quintana) y en el Museo Casa Natal de Jovellanos (adquirido hace pocos meses por el Ayuntamiento de Gijón), así como las apropiaciones e intromisiones del teatrero Lorenzo Comella (representó y publicó la historia en Madrid, bajo el título de "Munuza"), han exigido un notable esfuerzo para arrojar luz (al menos, toda la que se puede) sobre "El Pelayo". Elena de Lorenzo relaciona las reticencias de Jovellanos a la publicación de su tragedia, que escribió en Sevilla con tan sólo veinticinco años y corrigió entre 1771 y 1773, con las asechanzas de la censura, entre otras matizadas causas.

Es posible, no obstante, que Jovellanos nunca se sintiera satisfecho del todo con las hechuras de una tragedia en la que se hace portavoz de la versión histórica del neogoticismo: Pelayo, sobrino y espatario del rey Rodrigo, como restaurador del perdido orden visigodo tras la batalla de Guadalete. ¿Y si el sostenedor de aquel mínimo territorio en rebeldía frente a las poderosas fuerzas musulmanas hubiera sido un caudillo astur, el fundador de un reino de nuevo cuño desde la misma nada del arrasamiento de las instituciones godas? Mucho hilo para devanar. Una duda que, tal vez, tuvo también Jovellanos. Y es posible, además, que éste se dejara atrapar por otra inseguridad referida a la acción dramática de su tragedia, donde lo que motiva la rebelión de Pelayo es la pretensión del gobernador de Gijón -convierte a Munuza en un muladí- de casarse con Dosinda, la hermana de aquél. ¿Cómo cohonestar lo que tiene visos de ser una trifulca de honor entre poderosos con las apelaciones a la "amada libertad", las "leyes", los "fueros"? El dramaturgo Jovellanos no acaba de lograr del todo la fluida ligazón de esos materiales.

El polímata asturiano sabía de teatro: tradujo a Racine, escribió "El delincuente honrado" y se cree que otra tragedia más, perdida, "Los españoles en Chulula". Como buen ilustrado, en "El Pelayo" procura seguir las prescripciones de la "Poética" de Ignacio de Luzán, principal teórico del neoclasicismo en España. Pero sus incursiones escénicas adolecen del envaramiento retórico característico de casi todos sus cómplices de empresa literaria. Queda como una grata excepción el gran comediógrafo que fue Leandro Fernández de Moratín. "El Pelayo" consta de cinco actos, en los que se respetan las canónicas unidades neoclásicas, y 2.434 endecasílabos. Jovellanos vio representada la obra en 1782, en su villa natal, gracias al montaje patrocinado por un animoso grupo de gijoneses.

La expectación del pasado sábado, en el teatro municipal que lleva el nombre del ilustrado, estaba pues justificada. Hacía exactamente 236 años que no se llevaba "El Pelayo" a las tablas. El dramaturgo Jorge Moreno, que es también director y actor, había dicho unos días antes, a propósito de la lectura dramatizada de la pieza en el Museo Casa Natal Jovellanos, que estábamos casi ante un ejercicio de arqueología teatral. No era, desde luego, empresa fácil la devolución a los escenarios de esta obra en verso, en la que el autor utiliza varias rimas asonantes en los pares. Jovellanos es un versificador más bien árido, que tira de la métrica con oficio pero con escasa imaginación. Salvamos algunas tiradas y poco más. Pese a estos evidentes escollos, los casi ochocientos espectadores que siguieron el montaje conmemorativo de "El Pelayo" respondieron a la propuesta con un largo aplauso.

Buena parte de ese éxito se debe, sin duda, al acierto con que Marga Llano ha dirigido y adaptado la obra. Ha sabido ver que al público de ahora, en este 2018, se le haría muy cuesta arriba una representación ortodoxa de "El Pelayo". Ha condensado sin estridencias el texto, de tal manera que no se aparta mucho del propósito temático de Jovellanos. Y aunque los más puristas dirán que su planteamiento se desvía de la trinidad neoclásica de las unidades, tan cara al ilustrado, la utilización del material audiovisual como recurso narrativo (sustituye los largos parlamentos de los actores en escena) es un encomiable acierto. Los actores han cumplido, aunque hubiera sido deseable una mejor vocalización y proyección de la voz en algunos pasajes. Mención aparte merece la interpretación de Alberto Rodríguez, en el papel de Pelayo. Refrenada su propensión a cierto histrionismo, optó por una contención expresiva bastante convincente. Y, además, dijo bien los versos. Una muy digna recuperación de una página olvidada del teatro español. Debería cundir el ejemplo.

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