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La luz al fondo del túnel

El egoísmo de algunos ante el virus frente a la realidad de una UCI

Es evidente que la pandemia ha puesto patas arriba nuestras vidas y ha dejado nuestras miserias, como sociedad y como individuos, al aire. Decía el pedagogo Jean Piaget que las personas aprendemos de una forma activa, a través de nuestras propias acciones de asimilación. A la vista de los datos sobre la evolución del covid-19 en Asturias y de que la preocupación general está centrada el modo en que debemos celebrar las navidades, no está claro que una inmensa mayoría de las personas sean capaces de aprender. Quizás se deba al hecho de que, en el fondo, son la insolidaridad, la sensiblería (que no la sensibilidad) y el egoísmo los estímulos que guían nuestros actos. A lo largo de los últimos meses de trabajo en el Hospital de Cabueñes he pensado, en muchas ocasiones, que la estupidez, el egoísmo y la irresponsabilidad de algunos se solucionaría haciéndoles partícipes del sufrimiento de los enfermos ingresados por covid (que además de los padecimientos propios de la enfermedad se ven aislados del mundo) y del estrés y el cansancio físico y emocional del personal que les atiende. Basta asomarse a una de las denominadas plantas covid o escuchar la inacabable sinfonía de alarmas en una UCI para darse cuenta de que nuestro bien más preciado es la salud, y de que todos debemos hacer cuanto esté en nuestra mano por preservarla (la nuestra y la de los demás). El lema “todos cuidamos de todos resulta”, en este caso, un verdadero axioma.

El trabajo en las unidades de cuidados intensivos, especialmente en las dedicadas a pacientes covid, resulta adictivo al tiempo que extenuante. La comprometida situación médica en la que se encuentran la mayoría de los pacientes y la implicación y responsabilidad que asume el personal son cargas difíciles de sobrellevar. A la hora del cambio de turno, el pasillo que separa los espacios de aislamiento se convierte en una suerte de agitada plaza pública. Un caos, razonablemente organizado, en el que las conversaciones banales se cruzan, como líneas de una mano, con informes sobre la situación de los pacientes o sobre medicación pendiente. Todo ello entre un mar de cuerpos que, acelerados, se quitan o ponen, según corresponda, el imprescindible equipo de protección individual, impedimenta que les acompañará durante tres o cuatro horas seguidas, eso en el caso en el que haya suficiente personal para dar descansos.

En los ojos de enfermeras, auxiliares, celadores y médicos ya no cabe el miedo como al principio de la pandemia. Ahora esos ojos hablan de fatiga, de cansancio, de cabreo con el sistema, pero se iluminan como carbones encendidos cuando, después de días o semanas, aquel paciente al que consiguieron sustraer de las garras del olvido abandona la unidad para seguir su recuperación en planta. Son pequeñas victorias que se celebran como grandes triunfos y que nos recuerdan que hay luz al fondo del túnel hasta para los incrédulos que son incapaces de aprender.

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