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División de opiniones

Desde que hay memoria y registros, las fiestas en Asturias han sido más de prao que de albero. Cuestión de terrenos. Y de latitudes. Y también de plural y singular. Cuando las fiestas se hacen una, convirtiéndose en “la fiesta”, todo cambia. La cosa pasa a mayores y unos ven allí la inmortalidad del arte o de las esencia patrias y otros nada más que las miserias de la muerte. Taurinos y antitaurinos.

Parece un asunto de ahora. De Autonomías con aspiraciones de ser nación distinta a España. Parece moda, copiada en Asturias cuando, el 26 de junio del 2008, el ayuntamiento pleno de Castrillón decidió declarar a ese concejo “contrario a las corridas de toros y amigo de los animales” y, más coyuntural aún parece lo que esta semana ha pasado en Gijón. Pero no es así. Parece haber olvidado Gijón y, desde luego, desconocía Castrillón que, en su mismo suelo, estaba el germen remoto de la causa que estaba defendiendo.

No se ha inventado nada, más bien la historia se ha vuelto a repetir. Como las figuritas de un viejo tiro al blanco, aunque las derriben una y otra vez, se levantan al otro lado del parapeto y vuelven a pasar. La controversia por la fiesta de los toros y hasta el afán de prohibición es mucho más antiguo que todo esto. Más de un siglo.

Sucedía lo que se cuenta en la Asturias de finales del siglo XIX, atenta a un si se perdía Cuba o no. Se lloraba, como hoy, por la falta de comunicaciones que hicieran llegar el carbón de las minas a los puertos. Había minas, claro. Y, más en la costa que en el interior, se buscaban nuevos ingresos tratando de transformar el veraneo en industria. Eso, sin festejos de tirón, no podía ser.

Así los toros, que habían estado aquí, como festejo, desde hacía siglos, volvieron otra vez en formato moderno. Las corridas eran el mejor gancho turístico que nadie pudiera conseguir. Nada de tradición. Para aquellas fechas ya eran un espectáculo importado y nuevo. Contra lo que hoy pueda pensarse, más que un vestigio de bárbaras costumbres, eran una industria con futuro. Tenían todo lo que precisa un espectáculo moderno: hecho por profesionales, para un público que pagaba, con reglas y edificios normalizados y, como consecuencia, mercado y circuito nacionales. Una verdadera industria cultural, antes de los espectáculos de masas.

En las plazas de Gijón (1888) y Oviedo (1889) sonaban los clarines más alto y para más gente que en ningún otro lugar. El Bibio y Buenavista estaban respaldadas por sectores de la burguesía y el comercio para atraer forasteros. Con semejantes miras, se llegó a edificar una gran plaza en La Felguera. Por eso, los de Llanes no quisieron ser menos.

El “bando” festero de La Magdalena, con la marquesa de Argüelles de capitana y capitalista, edificó en 1894 un modesto edificio. Era una plaza pobre, pero tan honrada que para su primera feria la marquesa y empresaria logró que Luis Mazzantini bajara de Olimpo torero para lidiar en aquel modesto coso. Hizo el paseíllo arropado por los sones de El Invencible, pasodoble compuesto para la ocasión por el director de la banda municipal. Tarde lluviosa y gran entrada. Ganado mediano y cuatro caballos muertos.

Los toros triunfaban. Movían un gentío inalcanzable para otras fiestas o espectáculos. Para llegar a las grandes plazas como Gijón se fletaban trenes especiales desde Castilla y hasta barcos con pasajeros “de cabotaje” desde Luarca. Incluso para asistir a aquel primer festejo Llanisco se fletó el vapor Maria Gertrudis, en un fatigoso viaje que zarpó de Gijón el domingo 20 de agosto a las cinco de la mañana, para volver el lunes 21 a la misma hora. Veinticuatro horas por diez pesetas de ida y vuelta.

Dejaban perres, eso no se podía dudar. Daban fama y lustre a una ciudad, pero no todos se rendían a tanto arte en metálico. Una parte de la intelectualidad española y sectores republicanos y socialistas las combatieron con denuedo como exponente del atraso hispano necesitado de regeneración. En Gijón todo tipo de organizaciones republicanas y obreras se manifestaron en su contra. En Oviedo lo hizo su concejal y catedrático Buylla, oponiéndose a incluirlas en los festejos de 1902. Sin dejar ese apellido, volvemos a Castrillón.

Intelectuales y republicanos eran los profesores de la Universidad de Oviedo que veraneaban en Salinas. Allí los calores pillaban sin el cuello de celuloide puesto a aquella mítica grey de los Buylla, Posada, Sela, Alas... El Grupo de Oviedo. Los adalides de las nuevas formas de enseñar y del Krausismo. Del regeneracionismo y la cercanía a las novedades de Europa. Ellos colocaban a la tauromaquia en la sentina de la civilización.

Les parecía, y así lo dejaron escrito, un espectáculo bullanguero y golfo, que no podía ser español y que, si daba ganancia a los pueblos, era sólo a costa del alcohol y la degradación. Una salvajada. Cosa que hacían extensible a uno de los deportes favoritos del rey Alfonso XIII: el tiro de pichón.

Se opusieron desde siempre a la Fiesta y utilizaron su capacidad de influencia para vetar su paso por Castrillón e incluso intentarlo en Avilés, donde, sin plaza de toros estable, Benito Álvarez Buylla proponía en 1913 colocar un cartel a la puerta de la localidad, con letras inmensas, que rezara: “Aquí no hay corridas de toros porque se trata de una villa culta”.

Pero la bolsa sonaba y cualquier pueblo se afanaba en demostrar que estaba hecho para la Fiesta. División de opiniones. Prestigio en Oviedo, turismo en Gijón, arte en Llanes y barbarie en Castrillón.

Negocio en todas partes. Que, entonces como hoy, siempre tiene ataque o justificación si es que se le quiere dar. Como aquellos versos, un tanto berlanguianos, que se rimaron en Llanes:

“(…) Porque a Llevar la mantilla

cuando la ocasión se tercia,

no ganan a las de Llanes

ni las de la Macarena,

ni las del mismo Triana,

ni todas las niñas de Écija,

ni en todita la Península

y posesiones de América (…)”.

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