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Héctor Blanco

Gijón 1852, el primer veraneo

Hace 170 años, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, y familia, disfrutó de la primera casa de baños a orillas de esta parte del Cantábrico, en la playa de Pando, durante una visita de mes y medio a la ciudad

En 1852, hace 170 años, se había previsto que el 24 de julio fuese una jornada histórica en Gijón: la de la inauguración del Ferrocarril de Langreo. Ese día María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1806-1878) debía de ser la protagonista del acto, de hecho se había elegido esa fecha por ser la de su onomástica.

Sobrina y cuarta esposa del rey Fernando VII, María Cristina había desempeñado el cargo de reina consorte entre 1829 y 1833, a continuación el de reina regente hasta 1840 y, desde 1843, cuando su hija Isabel II fue declarada mayor de edad comenzando su reinado, había pasado al segundo plano de reina madre sin que eso rebajase en la práctica su estatus. Casada en segundas nupcias con Fernando Muñoz, posteriormente ennoblecido como duque de Riánsares, el matrimonio desplegó una diversificada actividad empresarial que tuvo un importante sustento en el tráfico de influencias y en los privilegios derivados de su vínculo con la Corona. Entre sus intereses estaba la construcción del Ferrocarril de Langreo para conectar la cuenca minera del valle del Nalón con el puerto de Gijón.

María Cristina y su amplia familia –en su segundo matrimonio tuvo ocho hijos– llegó a Gijón el 4 de julio si bien, casi a la par, un diluvio estival ocasionó un argayo en la zona de Anes (Siero) que dio al traste con los planes previstos para la inauguración que quedó aplazada hasta el 25 de agosto. Esta fue la información oficial que trascendió, sin que parezca descartable que en realidad fuese el volumen de obras que aún quedaba por rematar lo que imposibilitase el plazo fijado inicialmente

El caso es que con la insigne visitante y acompañantes instalados en el palacio de Contrueces –puesto a su disposición decorado y amueblado como residencia real–, la visita de veinte días pasaba a convertirse en una estancia de mes y medio. Un veraneo en toda regla, una auténtica novedad en la Villa que ponía en un importante compromiso a las autoridades y a la cúspide social local, obligados a agasajar a María Cristina y a ofrecerle entretenimiento.

Hasta entonces, la tradición secular tenía como acontecimientos estivales señalados las romerías populares, en especial la de Nuestra Señora de Contrueces el 15 de agosto, antes de que la Virgen Begoña acaparase el protagonismo a partir de la década de 1870. Con esto no se cubría un programa conveniente para un veraneo regio.

Se organizaron celebraciones y actos oficiales en Gijón y visitas a otros puntos de Asturias como el faro del cabo de Peñas con motivo de su entrada en servicio o la Fábrica de Armas de Trubia, pero no era suficiente hasta que llegase la fecha señalada de la fastuosa –realmente lo fue pero eso daría para otro artículo– inauguración.

Hacía falta dar contenido a ese veraneo y recurrir a lo extraordinario: arcos de triunfo y escenografías, música y bailes de gala, fuegos artificiales e iluminaciones nocturnas… y, lo más novedoso, los baños de ola. El mar, la mar, en sí algo excepcional para las gentes de interior se convirtió así en 1852 en Gijón en talasoterapia de alcurnia de disfrute diario.

La actividad no era desconocida para la distinguida visitante ya que, afectada Isabel II por padecimientos dermatológicos, María Cristina había seguido consejo médico y acompañado a su hija en la década anterior para que tomase baños de mar primero en Barcelona y posteriormente en San Sebastián.

En Gijón la novedad implicaba un reto: una reina bañista precisaba de su correspondiente casa de baños, la primera que se conoció a orillas de esta parte del Cantábrico.

La construcción, casi con seguridad diseñada por Ernest Deligny ingeniero del citado ferrocarril, se instaló sobre el hoy desaparecido arenal de Pando, entonces la mejor playa de Gijón. En ella se combinó un diseño atractivo y no carente de magnificencia con la singularidad técnica de disponerse sobre un plano inclinado realizado sobre la arena que permitía que, independientemente de la variación de las mareas, la estructura pudiese desplazarse sobre carriles y utilizarse siempre al borde del agua.

Si bien la idea no era inédita –la «Bathing Machine» que la reina Victoria de Inglaterra utilizaba desde 1847 en su residencia estival de Osborne House en la Isla de Wight era un híbrido entre un carromato y un vagón y por tanto también era una estructura móvil– la construcción gijonesa destaca por su afortunada solución estética.

En Asturias se cita el pabellón de baño de Isabel II como obra pionera de este tipo (1858) debido a la fotografía de Alfredo Truan Luard con la que perduró su imagen mil veces reproducida aunque, en realidad, la primera fue la realizada para su madre seis años antes en la misma playa.

Hasta ahora quedaba envuelto en el misterio el aspecto y características de esta obra, existían testimonios documentales de su existencia, pero parece que no llegó a incluirse ninguna imagen del artefacto en las publicaciones nacionales de la época.

Precisamente, en 2020 uno de los retos surgidos durante la preparación de la exposición sobre construcciones efímeras «Pompa y circunstancia», organizada por el Muséu del Pueblu d’Asturies, fue localizar una vista de este pabellón, esfuerzo que resultó infructuoso entonces.

Dos años después puede darse ese reto por cumplido. El semanario francés «L’Illustration» sí recogió en sus páginas unos meses después el veraneo regio en Gijón, la inauguración del ferrocarril y el pabellón de baño, incluyendo la ilustración correspondiente. Misterio finalmente resuelto.

Y la centenaria imagen y el texto que la acompañan resultan relevantes ya que permiten conocer en detalle esta construcción. Una plataforma cuadrangular móvil mediante el sistema antes descrito, sobre la que se levantó una estructura de madera compuesta por mástiles con crucetas atirantados con jarcias y enlazados mediante travesaños que servían de sustento a lonas, telas y cortinajes empleados como cubierta y cerramientos verticales. Un híbrido entre la ingeniería ferroviaria y la construcción naval, con poco peso estructural para facilitar su movimiento y de aspecto imponente.

En su interior contaba con un salón central amueblado lujosamente complementado con un balcón corrido sobre el mar. A ambos lados de esta estancia principal se disponían las dependencias que cumplían la función de vestuarios con acceso directo al agua.

Aquel mes de agosto fijó así los parámetros de lo que aún hoy en día, aunque con mucha menos parafernalia, es la esencia de la temporada veraniega: lo excepcional. Como en aquel verano decimonónico, los nuestros se pueblan de eventos por tierra, mar y aire. Buscamos la sorpresa de lo inesperado, disfrutamos con lo memorable.

Y en aquel singular verano gijonés de 1852 a ello contribuyó esta construcción etérea, moviéndose al compás de las mareas del Cantábrico y con una existencia tan breve como la vida de una mariposa.

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