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Javier del Río, el pintor que le dio color a Gijón

Un artista obsesionado con la búsqueda continua, creador individualista y heterodoxo

Para muchos de nosotros es inevitable pasear por Barcelona sin asociar sus calles a la arquitectura de Gaudí. Sin embargo, estoy seguro de que a otros muchos, la Ciudad Condal también les evoca los dibujos de Mariscal, las fantásticas pinturas orgánicas de Miró o los delirios surrealistas de Dalí. Es entonces cuando surgen las preguntas: ¿Somos los arquitectos los únicos que hacemos ciudad? ¿Son las ciudades simples entramados engastados con edificios y espacios al servicio de sus habitantes? ¿Percibimos todos los ciudadanos el urbanismo desde la misma perspectiva? ¿Puede un pintor contribuir a hacer ciudad?

Javier del Río nace en Gijón en 1952, siendo descendiente de una destacada familia de arquitectos. Su abuelo Manuel del Busto fue el autor de edificios gijoneses tan emblemáticos como el Edificio Varsovia o la Escuela Superior de Comercio, habiendo salpicado nuestra región de maravillosas y vanguardistas obras y traspasado fronteras internacionales con el reconocido Centro Asturiano de La Habana.

Del Río experimenta su despertar creativo a edad temprana, realizando sus primeras obras y exposiciones a finales de los 60 y principios de los 70. Posteriormente se traslada durante unos años a Italia, donde se empapa de las pinturas de los maestros renacentistas. Estas raíces se suman a las influencias de artistas internacionales modernos como Bacon, Matisse, Modigliani, Miró o su amado Picasso, así como a las de los gijoneses Nicanor Piñole, Aurelio Suárez o Evaristo Valle.

Obsesionado con la búsqueda continua, creador individualista y heterodoxo, destaca también en el campo de la escultura, influyendo esta disciplina en su obra pictórica. Su admiración por Picasso o Julio González le lleva a realizar esculturas con expresiones tribales y ancestrales, muchas veces dotadas de su particular enfoque sarcástico. A pesar de esto, Javier se consideraba pintor por encima de todo, sintiendo una "necesidad visceral por el color".

Tras haber procesado sus influencias y experimentado varias etapas más figurativas, es en los últimos años de vida, entre el 2000 y el 2004, cuando Javier entrega todo su potencial rindiéndole homenaje a la ciudad que le vio nacer. Este entusiasmo por Gijón, plagado de recuerdos y vivencias por sus calles y rincones, así como su madurez y su afán de indagación, se hacen eco en la que fue su fase más fructífera e interesante. Las obras de este periodo están cargadas de ingenuidad y fantasía, convirtiendo a su autor en un original cronista de Gijón.

Entre sus motivos preferidos destacan los Jardines de la Reina, el Muro de San Lorenzo, la Plaza de Europa o la del Parchís, jugando siempre con distintas perspectivas y evidenciando arquitecturas reconocibles.

A medida que avanza en esta andadura, se van imponiendo visiones subjetivadas, filtradas por la experiencia y por el imaginario personal del artista, adquiriendo sus obras esa esencia mágica y onírica tan característica. Tal como reflejan las palabras del propio Javier: "Cuando estoy trabajando compongo una abstracción, un fondo de colores puro (…), detecto en el recuerdo una forma, y me paseo en coche por aquel lugar, con mis hijos o con mi madre. Me inspiro y vuelvo al estudio y trabajo desde el recuerdo sin boceto, plasmando mi propia impresión sobre la imagen".

Compositivamente, el artista se apoya en puntos de vista elevados y panorámicas forzadas para recoger de esta manera un paisaje más amplio. En estos encuadres, las calles de la villa se doblan y desdoblan reforzadas con distorsiones, alargamientos, cambios de escala y con el empleo de perspectivas egipcias en las que volúmenes simplificados se encabalgan hacia los límites del cuadro.

Durante esta fase, el pintor opta por una talentosa combinación del uso de óleo y acrílico sobre lienzos de gran formato, a menudo empastados por la reutilización de los mismos, derivada de su inagotable exploración de la urbe.

El color y la luz constituyen también recursos formales de gran importancia en estas obras. Suele combinar colores celestes, marinos, cetrinos, eléctricos o turquesas con los colores de tonos terrosos o rojizos presentes en sus periodos iniciales. El uso del color se tiende a volver más plano y simple, bajo una luz generalmente uniforme, a modo de veladura. Esta luz resalta los volúmenes con rascados, a menudo efectuados con la parte trasera de los pinceles, sacando tonos más claros subyacentes y enriqueciendo la obra.

En cualquier caso, si hay algo que define el trabajo del pintor asturiano y en especial el de su última etapa, es el dominio de la línea. En sus paisajes urbanos se aplica una línea nítida, pero maleable, que refuerza la plasticidad de lo representado, esquematizando sus contenidos. Una línea gruesa y con textura, que se asemeja más al trazo de una tiza que al de un óleo o un acrílico, destaca sobre el color de fondo a modo de negativo y contribuye a unificar la composición.

Pues bien, volviendo a las cuestiones iniciales, cabría concluir que Javier es uno de esos artistas que contribuyen a darle identidad a Gijón, a que paseemos por nuestras calles con otra mirada y a que las disfrutemos con mayor ingenuidad e ilusión. Su legado es algo que, como gijoneses, debemos preservar y sacar a la luz, hecho del que se tomó conciencia tras su fallecimiento, haciéndose tangible en exhibiciones como la exposición antológica celebrada en 2012 en el Antiguo Instituto Jovellanos. No en vano, Javier del Río fue uno de los primeros pintores en representar Gijón con color, llegando a influir este hecho incluso en el urbanismo posterior de la villa. Es cuando menos curioso que alguien con semejante originalidad y atemporalidad haya caído en el olvido en su propia casa, gozando de mayor reconocimiento fuera de nuestra ciudad. ¿Por qué no le damos a Del Río el sitio que se merece?

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