El 24 de julio de 1870 un visitante anónimo al santuario de Covadonga se acercó al libro de visitas de la real colegiata y se puso a escribir. Lo suyo no fue un mero recordatorio de su paso por el lugar, sino todo un compendio táctico de lo que había que hacer en un recinto abandonado y casi en ruinas. El texto, de varias páginas, con letra menuda y bien legible, escrito a pluma de la época, marca las directrices a seguir para la recuperación del santuario, que acumulaba un largo proceso de deterioro desde el incendio de 1777. No lleva, obviamente, firma, ni siquiera una rúbrica, pero su autor (parece grafía masculina) demuestra un conocimiento muy exhaustivo de la situación de Covadonga, de sus problemas y de sus proyectos pendientes.

¿Quién era aquel visitante? Nadie lo sabe, pero su escrito ha cobrado de nuevo actualidad tras la publicación de la obra «Máximo de la Vega, El Soberano. El gran impulsor de la basílica de Covadonga», una aproximación biográfica al que fue canónigo de Covadonga durante los años de construcción de la basílica. Máximo de la Vega nació en Nueva de Llanes en 1841 y llega a la canonjía del real sitio con tan sólo 25 años, probablemente apadrinado por el entonces ministro de la Gobernación, el asturiano Posada Herrera.

En aquellos momentos, cuentan los autores de la publicación, Luis Aurelio González Prieto y Javier Remis, «Covadonga no era un importante centro de devoción mariana, ni siquiera en Asturias». La «decadencia material y el letargo espiritual» del santuario queda más que probado por el hecho de que la Virgen de Covadonga no era la patrona de la diócesis, sino Santa Eulalia de Mérida. «La situación material del santuario era penosa desde que el 17 de octubre de 1777 un fortuito incendio hubiera destruido el viejo templo de madera que se encontraba espectacularmente ubicado en la gruta». Suspendido en el aire sobre una viguería volada, había fieles que atribuían su equilibrio a un milagro, en el sentido literal de la palabra.

El texto del visitante anónimo lo encontramos en la página 177 del libro de visitas de la colegiata. Es muy probable que se trate de alguien que viviera fuera de Asturias, a tenor de sus primeras palabras: «Muchos años ha que tenía el proyecto de un viaje al Oriente de Asturias, deseoso de conocer y admirar la grandiosidad de esos sitios». Hay lugar después para unos documentados apuntes históricos y pronto entra en materia: «Nada sin embargo más triste y desolador que el estado del santuario en nuestros días. Llénase de pena el alma al ver que siendo tantas las personas que aquí llegamos en religiosa peregrinación o en busca de recuerdos históricos, dejemos pasar un año tras otro sin más que condolernos del abandono en que hoy se encuentra pero sin promover los medios de evitar su completa ruina».

Y comienza a explicar la estrategia, en muchos aspectos seguida casi al pie de la letra pocos años más tarde: convocatoria de reuniones, campaña de provisión de dinero, decisión de proyectos, política de implicaciones a nivel nacional... El organizador anónimo aconseja focalizar esfuerzos en dos grandes proyectos, la reparación de la primitiva capilla de la cueva y la construcción de la iglesia colegiata.

Este último proyecto había sido encomendado unas décadas atrás al famoso arquitecto Ventura Rodríguez. Era tan grandioso como descontextualizado, pero lo cierto es que las obras comenzaron en 1781 bajo la dirección del asturiano Manuel Reguera. Ventura Rodríguez muere cuatro años más tarde, cuando las primeras obras se habían llevado por delante buena parte de los presupuestos tan sólo en los trabajos de cimentación. «Era una época de cambios políticos, las obras tapaban el entorno de la cueva y los canónigos no estaban convencidos», recuerda el actual abad de Covadonga, Juan Tuñón. El proyecto de Ventura Rodríguez acabó en el olvido. Carpetazo definitivo en el año 1796.

La Covadonga que encuentra el joven canónigo Máximo de la Vega consistía en una pequeña capilla en la cueva, con una galería de acceso construida en madera. El visitante pide para esa capilla «unas obras poco costosas que le den seguridad, decoro y ornamentación y buen gusto, que debe ajustarse al estilo que por fortuna se encuentra en antiguos monumentos religiosos en Asturias. Esta venerada capilla no debe ni puede continuar como hoy se encuentra ni un solo día». Y la colegiata de San Fernando y las casas de los canónigos, de aspecto muy básico. En la iglesia de la colegiata se celebraban los oficios religiosos cotidianos. Esa iglesia de San Fernando fue la solución temporal entre el abortado proyecto de Ventura Rodríguez y la actual basílica en cuya construcción se dejó la piel y los años el canónigo Máximo de la Vega. Para los autores del opúsculo «el gran impulsor de la construcción de la basílica», para el abad Juan Tuñón, una pieza importante en medio de un proyecto dirigido por los obispos de Oviedo.

El anónimo de las ideas claras plantea las líneas de actuación comenzando por una reunión a la que incluso pone fecha: el primer domingo de agosto del año próximo. Y aconseja que el obispo titular de la diócesis convoque «al gobernador civil, al presidente del Cabildo, a los grandes de España de la provincia, a los títulos de Castilla, a diputados y senadores, a una o dos personas de las más importantes de cada partido judicial, a ingenieros y arquitectos y a cuantas personas quieran contribuir».

«A los diputados y senadores -sigue escribiendo- les toca gestionar y alcanzar del Gobierno o de las Cortes una pequeña subvención de cinco mil duros en el presupuesto general del Estado por espacio de tres años consecutivos». El hombre tenía fe en sus representantes políticos, porque añade: «Basta para conseguirlo un poco de habilidad y el brillante discurso que puede pronunciarse en su apoyo, y las Cortes lo aprobarán por unanimidad». Sugería, además, que la Diputación Provincial aportara otros mil duros anuales. Pero el gran reto estaba en la suscripción popular, abierta por la propia Junta General del Principado «en España, América y Filipinas... Hay que utilizar sin tregua ni descanso las relaciones personales de todos».

Cuando estas frases eran escritas, Máximo de la Vega llevaba en Covadonga unos cuatro años. Señalan Remis y González Prieto que dos años antes, cuando el desconocido redacta sus ideas en el libro de visitas, «posiblemente don Máximo, de acuerdo con otros canónigos del Cabildo, ya hubiese preconcebido un plan que con posterioridad, con algunas leves modificaciones, sería el que se llevará a cabo. La mano de un anónimo visitante, con una excelente caligrafía, se hacía eco de él, plan que seguramente le habría sido comunicado por el propio don Máximo o algún otro canónigo que estuviese al corriente, ya que de otra forma sería imposible que un simple peregrino estuviese enterado de todos los pormenores que relata».

La imaginación también traiciona al autor del escrito, sobre todo cuando sugiere como posibilidad levantar la colegiata «bajo forma de un pequeño castillo almenado, cual imaginamos que debía de ser el palacio de Don Pelayo».

El obispo Sanz y Forés llega a Covadonga en visita pastoral en 1872 y queda desolado. «¿Esto es Covadonga? ¿A esto ha quedado reducida la cuna de la restauración de España?», llega a escribir. Máximo de la Vega aprovecha el shock del obispo, le presenta dibujos de Roberto Frassinelli para la restauración de la cueva. El 8 de septiembre de 1874 se inaugura el camarín de la cueva y Sanz y Forés aprovecha la ocasión para anunciar un proyecto de mayor envergadura: la construcción de la actual basílica sobre el llamado Cerro del Cueto. Parece ser que De la Vega pide ayuda a su familia para la compra del terreno ante la insolvencia del Cabildo.

El resurgir de Covadonga no fue fortuito, aunque sí ciertamente accidentado. Juan Tuñón recuerda que en 1854 el Papa Pío IX establece el dogma de la Inmaculada Concepción «que es el arranque de la devoción mariana» en todo el mundo. «Estamos, por tanto, dentro de un gran contexto» histórico y devocional.

Luis Aurelio González Prieto resalta su papel como canónigo fabriquero. «Era quien controlaba los materiales y el trabajo de los obreros. Se levantaba tempranísimo y siempre a pie de obra. Cuando el obispo Sanz y Forés se marcha como arzobispo a Valladolid, Máximo de la Vega cae en desgracia pero sus grandes relaciones con Alejandro Pidal y Mon le rescatan». Sanz y Forés trató de llevarle consigo a Castilla, pero él se resistió en favor de Covadonga y su gran proyecto.

Un proyecto que no pudo ver culminado. En 1896 volvía de Madrid, probablemente de uno de sus habituales viajes de recaudación de fondos. El tren queda bloqueado en Pajares a causa de una nevada y Máximo de la Vega acaba con una pulmonía de la que no pudo recuperarse. Murió el 7 de septiembre, vísperas de la festividad de Covadonga. El templo se iba a consagrar justamente cuatro años después.

El abad Juan Tuñón destaca «el gran mérito de un hombre a pie de obra, contra viento y marea, que se queda en Asturias por vocación y compromiso con Covadonga». Un hombre que retrata con precisión Ignacio Gracia Noriega en su reciente libro «Historias de Covadonga».

-No era de los que claudican ni retroceden, perfecto hombre de acción, sanguíneo y resuelto, cazador y montañero... un romántico, admirador de los Picos.

Lo apodaban El Soberano. «Una vez que obtuvo la canonjía de Covadonga, no aspiró a más. Se conformaba con ser canónigo. Esta falta de ambición de don Máximo fue una verdadera suerte porque, tal vez si no, Covadonga no se hubiera construido», asegura Gracia Noriega.