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Tres paseos griegos con Aristóteles (I)

Algo más que polvo, sombra, ceniza y burbujas de agua

La Academia de Platón, en Atenas, es hoy un parque poblado por niños hipnotizados por el móvil, y el Liceo aristotélico, un espacio para turistas con una entrada a cuatro euros

El parque donde estaba la Academia platónica

Atenas, siglo IV a. C. Aristóteles, hijo de Nicómaco y de Festíades y nacido en Estagira, una pequeña polis de la península de Calcidia, llega a la Academia de Platón. El estagirita tiene 17 años, y compartirá estudios, discusiones y paseos con el gran Platón hasta la muerte del maestro en 347 a. C. Aquí, en Atenas, después de que dejara la Academia y tras su paso por Assos (invitado por el tirano Hermias), su matrimonio con Pitia (que murió al dar a luz a su hija), su estancia en Mitilene (isla de Lesbos), los años en los que fue preceptor del joven Alejandro, una breve estancia en su ciudad natal y un segundo matrimonio con Herpilis, Aristóteles funda el Liceo, en un bosque sagrado cerca del templo de Apolo Licio. La Academia y el Liceo, nada menos. ¿Qué queda de todo ello? Mucho. Queda mucho en los libros, en lo que hoy son nuestras universidades, en el lenguaje cotidiano y en tantas otras cosas. Pero, ¿qué queda en la actual Atenas de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles? ¿Son sólo nombres? ¿Ecos de las escuelas en las que dos de los más grandes filósofos de occidente sentaron las bases de una forma de entender el mundo? ¿La Academia y el Liceo son sombras y ceniza, como dice el viejo exgladiador Próximo en la película "Gladiator" cuando sabe que está a punto de morir bajo las espadas de los soldados de Cómodo? ¿Polvo y sombra, en palabras de Horacio? ¿Burbujas de agua, que diría Seleuco, uno de los invitados al banquete de Trimalción en el "Satiricón" de Petronio? En otras palabras, ¿los turistas de hoy podemos ver con nuestros ojos y fotografiar con nuestras cámaras algo de lo que fue la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles, o debemos conformarnos (que no es poco) con el espacio, el aroma y la imaginación?

¿Tiene prisa? Si no tiene prisa, lleva calzado cómodo, no le importa el calor y está dispuesto a leer con los pies parte de la caótica y fascinante ciudad de Atenas, acompáñeme en busca de la Academia y el Liceo. Estaremos un poco solos, porque lo poquísimo que queda de las escuelas fundadas por Platón y Aristóteles no tiene nada que ver desde el punto de vista turístico con la Acrópolis, siempre bulliciosa en el conmovedor hormigueo de visitantes, y ni siquiera con la colina del Areópago o el templo de Zeus Olímpico. Por no hablar de los barrios de Plaka y Monastiraki o el cambio de guardia en la Tumba del Soldado Desconocido, en la plaza Syntagma. No importa. Bueno, sí importa, porque creo que siempre es mejor pasear entre viejas piedras en compañía de otros turistas que hacerlo en soledad, pero al menos no tendrá que esperar su turno para hacer una foto al busto de Platón que le recibirá a la entrada del parque en el que podrá pasear en lo que fue el jardín de la Academia. Platón fundó su escuela en 388 a. C, tras volver del tercer (y tan fallido como los otros dos) viaje a Siracusa, donde intentó llevar a cabo un ambicioso proyecto político (Platón no fue un filósofo de salón), y la Academia es el lugar donde Platón escribió la "República". Puede ir en taxi, pero le recomiendo que, como bípedos implumes (y de uñas planas) que somos, utilicemos las piernas.

Por puro gusto personal, iniciamos el paseo en la salida de la estación de metro de Metaxourgeio, en la plaza Karaiskakis. Una Atenas muy diferente de la Atenas que vemos mientras bajamos por la calle Ermou desde la plaza Syntagma hasta la iglesia bizantina de Kapnikareas. Cerca de la plaza Karaiskakis hay una concurrida estación de autobuses que comunica Atenas con muchas ciudades de Albania, y a lo largo del camino encontrará mucho tráfico, un descomunal descuido urbanístico, locales comerciales cerrados desde el inicio de esa estafa a la que los miserables quieren que llamemos "crisis", gatos, esqueletos mondos y lirondos de edificios petrificados, vías de tren, calles con sombra regalada por árboles que parecen recién levantados después de una noche de juerga, más gatos y la sensación de que, cielos, creo que ya he pasado antes por aquí. No se preocupe. Buscamos la calle Crátilo, que lleva el nombre de uno de los diálogos de Platón. Hemos llegado. A ambos lados de esta calle se encuentra lo que queda del bosque sagrado donde estuvo, y en cierta medida sigue estando, la Academia de Platón. No queda mucho de ese bosque, que hoy es un parque de mediano tamaño, pero sí podrá pasear entre cipreses y pinos y hasta sonreír para sí mismo al ver a niños pasando el rato en los columpios en el mismo lugar en el que, según dicen, no podía entrar nadie que no supiera geometría. Son las cosas de Atenas. El parque donde estuvo la Academia de Platón está tomado (en el buen sentido) por los habitantes del barrio que rodea a la calle Crátilo: grupos de amigos que se sientan en las piedras que formaron parte de un gimnasio de los tiempos de Sila y Cicerón, niños hipnotizados por el móvil apoyados en los sillares de un edificio del tiempo de Platón, más niños que ignoran la valla que protege una construcción probablemente dedicada al culto del héroe Academo (de quien toma su nombre la Academia), parejas que se abrazan en viejas piedras amontonadas con orden pero sin concierto a lo largo del parque? Pedro Olalla dice en su precioso ensayo "Grecia en el aire" que el parque de la Academia de Platón muestra un interés municipal no demasiado serio para mantener con vida el recinto, que debería ser lugar de peregrinación para cualquier amante del conocimiento. Aunque las palabras de Olaya describen perfectamente lo que el parque es accidentalmente, podríamos decir que ni la falta de compromiso de los responsables municipales ni la estruendosa ausencia de visitantes (con o sin conocimientos de geometría) pueden con la esencia del espacio, el aroma y la imaginación de la que antes hablaba. Aquí, a ambos lados de la calle Crátilo, estuvo (está) la Academia de Platón.

Nos vamos al Liceo. Está bastante lejos de la calle Crátilo, así que podemos coger el metro y bajarnos en Syntagma, dejar a nuestra derecha el Parlamento hasta la calle Rigilis, cerca del Museo de la Guerra, y torcer también a la derecha. Pero antes de coger el metro deberíamos dar un paseo (el paseo no será guapo, pero sí revelador) por las manzanas comprendidas entre las calles Plataion, Marathonos, Thespieon y Aisonos. Se encontrará, como resume Pedro Olaya, con gasolineras, concesionarios de neumáticos, negocios de compraventa de taxis y edificios abandonados en el espacio donde estuvo, agárrese, el Jardín, la escuela de filosofía fundada por Epicuro. Sí, Atenas tiene estas cosas. En este feo caos donde se palpa el abandono que sufren muchos barrios de Atenas, Epicuro y sus amigos (incluyendo mujeres y esclavos) buscaron la felicidad individual dando la espalda a la polis. Puede que el retiro, el vivir oculto, el suave hedonismo propuesto por Epicuro sea una buena receta para disfrutar de un paseo en lo que fue el Jardín sin torcer el gesto y sin caer en la tentación de enfadarse con Atenas por haber dejado que los neumáticos, la suciedad y los edificios abandonados aplastaran el recuerdo de Epicuro. Dejamos ya la Academia y el Jardín. Nos espera Aristóteles.

El parque de la Academia de Platón es gratuito porque es un parque público y las calles que ocupan el lugar donde estaba el Jardín de Epicuro son también públicas, pero en el Liceo de Aristóteles hay que pagar una pequeña entrada. Ya que venimos de la calle Crátilo, habría que recordar que precisamente Crátilo sostenía una teoría del lenguaje según la cual los nombres son exactos por naturaleza, puesto que hay identidad absoluta entre el nombre y la cosa de tal forma que nombre y cosa forman un solo cuerpo. Todos los nombres son exactos, decía Crátilo. Cuando paseamos por los restos de la Academia o del Liceo es fácil pensar que Crátilo tenía razón porque los nombres de estas escuelas parecen exactos y forman un solo cuerpo con Platón y Aristóteles. Sin embargo, ahora que estamos en el Liceo de Aristóteles, intentando entender los difíciles cimientos y hacernos una idea de lo que pudo haber sido aquella escuela que abarcaba saberes mucho más amplios que el filosófico, es mejor quedarse con la opinión de Aristóteles acerca de que los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma, y las palabras escritas son símbolos de las palabras emitidas por la voz. Así, lo que escribo sobre el Liceo de Aristóteles remite a la palabra, que remite a su vez a un estado del alma. Escribo sobre el paseo (no le llevará más de quince minutos, con toda la calma del mundo) que serpentea entre las piedras de lo que un día fue el Liceo, y lo que escribo remite a las palabras que pronuncié cuando me sentí auténticamente peripatético mientras caminaba por el mismo sitio por donde caminaron Aristóteles y sus discípulos, y esas palabras remiten a un estado del alma cercano, muy cercano, a la felicidad.

No se decepcionen al ver a la Academia de Platón convertida en un parque, ni se enfaden con Atenas por haber sepultado el Jardín de Epicuro bajo el asfalto, ni tampoco se quejen cuando paguen cuatro euros para poder pasear entre los escasos (pero muy bien cuidados) restos del Liceo de Aristóteles. La decepción, el enfado y la queja son poco filosóficos; la Academia, el Jardín y el Liceo son algo más que polvo, sombra, ceniza y burbujas de agua; y Platón, Epicuro y Aristóteles nos están mirando. Como siempre.

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