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FERNANDO ALBA | Escultor

"La fascinación por lo creativo y artesanal se lleva en los genes"

"Aprendí a tallar la madera, monté de niño un taller de zapatos en un rincón de mi casa en Grado y copiaba sin cesar programas de cine del rotulista Amado"

Fernando Alba, en una foto de Alonso, en 1973, con las manos en la masa.

Las casualidades conforman una biografía. Fue casualidad, o quizá no, que un espíritu bohemio que respondía al nombre de Jorge Martínez Jordán, tallador de imágenes de mármol para cementerios, recalara en Grado y comiera todos los días en el modesto bar de los padres de Fernando Alba Álvarez (La Folguerosa, Salas, 1944). El bar Iris, que sonaba a colores en una Asturias de blanco y negro. Cerca del puente de entrada a la villa, que abría junto al bar Cuba y Las Dos Vías. En el Iris se comían unos callos tremendos, cocinados a fuego lento por Clara, la madre de Fernando Alba. Y garbanzos y carne guisada... "Los miércoles, día de mercado, aquello estaba lleno de camiones. Bulto había, pero mi familia no se volvió rica aunque yo no recuerde penurias".

Aquel escultor nacido en la localidad alicantina de Alcoy trabajaba con una maestría impensable. "Tallaba directamente, sin bocetos; era un monstruo. Supongo que, salvando todas las distancias, un genio como Miguel Ángel era capaz de hacer algo parecido. La piedra que trabajaba parecía manteca y a mí me deslumbró".

Fernando Alba era un adolescente inquieto y esbelto, con unas capacidades manuales que le venían de padres y abuelos. "En una cocina que había en uno de los pisos superiores del bar-restaurante y que no se usaba yo monté mi estudio. Hacía dibujos, a veces copiaba a tamaño natural a algún chavalín de los que había por la zona. Después se los mostraba a Jorge y él corregía y aconsejaba mientras tomaba un vinín, que eso era sagrado. Bebía bastante, siempre con mucha elegancia. Jorge Martínez Jordán sufría una cierta paranoia porque fue el autor de algunos carteles para la República y había algo en él parecido a una manía persecutoria".

"Tú tienes que ir a Oviedo, a la Escuela de Artes y Oficios", le animaba el maestro -ya de vuelta en la vida- al discípulo, inmerso en la nebulosa de los pocos años y las inseguridades. "Y mis padres se rebelaron. 'Cuidadín, cuidadín, que qué es esto del arte, a ver dónde va esti'... Un día, Jorge cogió a mi padre y le dijo: 'Mira, Severo, tu hijo ya es tallista y no va a dejar nunca de serlo. Va para Artes y Oficios a aprender cosas, y eso siempre le va a venir bien'... Total, que los convenció".

Porque efectivamente Fernando Alba había aprendido a tallar en la mejor escuela posible, al pie del cañón. "Me gustaba la carpintería. Empecé en una empresa aprendiendo cosas muy básicas, cepillando, lijando... En El Casal abría el taller de Antonio, que solía tener tres o cuatro aprendices con él. Y me integro en el equipo. Yo siempre digo que me hice mayor entre madera, fui capaz de fundar mi propio taller, ya en serio y con clara idea comercial. Hacía comedores de castaño y aún conservo un armario que tallé para mis padres".

En Grado también funcionaba el taller de Ataúlfo, "un profesional increíble. Yo me sentaba a verle trabajar y aquello era fascinante... la limpieza con la que trabajaba la madera, ese primer golpe de gubia, perfecto...".

Y Fernando Alba recordaba sus primeras miradas abiertas al olor y el color del bosque, a la textura de los troncos, a las formas caprichosas de la naturaleza.

"Me nacieron en una aldea de Salas llamada La Folguerosa. Monte arriba, la Sierra de los Vientos. Mis padres trabajaban en el campo, en una pequeña casería familiar, contenida, con media docena de vacas y algunas ovejas. Mi abuelo era goxeru, hacía cestos de todos los tamaños. Mi padre y, sobre todo, mi tío José fabricaban madreñas. Mi tío más en plan profesional, un auténtico maestro. Siempre se decía que el que calzaba unas madreñas hechas por él tenía la sensación de andar en zapatillas. Así que crecí en un ambiente artesano. Tengo grabada la figura del abuelo trabajando sus varas de avellano y, en el suelo, todo lleno de virutas. Un día me hizo un cesto pequeñín, a mi medida, y yo subía a las fincas y cargaba hierba segada. Lo que cabía en aquel cesto, claro. Era como un juguete".

Pero los padres de Fernando Alba deciden dar el salto y abandonar la casería. Años cincuenta, y Grado que esperaba. Un cruce de caminos que alentaba la puesta en marcha de negocios, en teoría no tan atados como el de la ganadería. Sólo en teoría porque en el bar Iris Clara y Severo trabajaron de sol a sol. "Lo de los callos que preparaba mi madre no es una mera referencia sentimental, no. Había coincidencia de criterios entre la clientela. Inmejorables".

El Grado de aquella época, en la que no se había marchado del todo la posguerra y no habían aparecido del todo los años del desarrollismo, cambió el escenario vital del desgarbado chaval que nunca olvidó los praos de su primera niñez. "Aquella casería donde nací siempre fue un lugar de referencia poética y me acostumbré a soñarla a distancia. Con el tiempo volví a subir para dibujar el entorno. La necesidad de campo y bosque la saciaba por los veranos. En La Castañal vivía mi tía abuela Carmen, que era una mujer peculiar. Todo un carácter. Tenía un problema en un ojo y la edad la había hecho profundizar en sí misma. La dibujé hasta la saciedad, y ella encantada. Aún conservo muchos de aquellos dibujos. A mí me adoraba. Mis padres me mandaban al campo de vacaciones para ver si era capaz de engordar un poco, pero nunca lo conseguí. Siempre fui así, alto y delgado. Comía bien, pero no ganaba un solo gramo. Volvía con muy buen aspecto que yo creo que llegaba por vía psicológica, a pesar de las tortillas y las cuajadas de la tía Carmen".

Había amigos de correrías rurales en aquellos veranos de media montaña. "Íbamos a la hierba y convertíamos las cajas de madera donde venía empaquetado el jabón Chimbo en carros para bajar a todo tren por las caleyas. Con aquellas maderas yo hacía pistolas, que pintaba y recortaba. El gen de la manualidad. En Grado, muy cerca de nuestro bar, se situaba la zapatería de Luis Zardaín, un artesano impresionante. Entraba en la tienda con aquel olor a cuero y lo veía dar golpes precisos a los zapatos, y yo embobado. Resulta que yo me pasé unos años en los que me creció el pie una barbaridad. Calzaba el 47 y por aquella época más allá de la talla 45 era muy difícil encontrar zapatos. Luis me los hacía a medida, pero sobre los que yo tenía. Me recortaba la puntera, añadía otra nueva, cosía... y como nuevos. Me hice un rincón en la despensa del bar de mis padres, donde almacenaban el vino que llegaba de León, y allí me puse yo a remendar zapatos, en un ambiente de introspección absoluta, gozando como un loco. Esto de los zapatos fue anterior a lo de la carpintería".

El devenir vital de Fernando Alba está unido al encuentro con grandes tipos. El maestro don Juan, republicano, que por culpa de su inscripción ideológica no podía ejercer como titular de aquella escuela en la que Fernando Alba aprendió a leer y escribir. "El colegio estaba a nombre de don Ramón, que era más de orden y daba unas hostias que tiraban para atrás. Pero el maestro Juan, el republicano, contaba la Historia de una forma que te atrapaba. Siempre fui un estudiante muy normal".

En Grado encontró a otro tipo singular. "Se llamaba Antonio González Areces. Compartíamos localidad, pero no sabíamos el uno del otro. Era un hombre singular, solitario. Y además leía. Tenía todas las características para que, naturalmente, le tildaran de loco. Era mayor que yo, le gustaba escribir y trabajaba de maestro; me abrió muchos mundos, ahora parece que en Grado quieren hacerle un homenaje".

Y, por supuesto, aquel Jorge Martínez Jordán, que reaparece en la conversación teñida de recuerdos y admiración. "Era una persona de cierta anarquía, y nunca dejó de ser lo que se entiende por un caballero. Conservo mucho de él, incluso la forma de beber, que tiene algo de ritual. Jorge puso como un estudio en Grado y era un gran seguidor de la obra de Victorio Macho. Lo suyo era la escultura figurativa pero muy simplificada. Nada relamida. Trabajó la escultura en plan oficio, sin llegar a tener una expresión propia. Hay cosas suyas en el cementerio del Salvador, en Oviedo".

Fernando Alba se matricula en la Escuela de Artes y Oficios, que estaba en la ovetense calle del Rosal. "Al principio voy y vengo en tren, pero al poco tiempo mis padres traspasan el bar en Grado y se vienen para Oviedo. Mi tío les pone en la pista de un bar que había cerrado en la zona de Silla del Rey. Muy desprestigiado pero en un lugar cojonudo. Y mi padre, que tenía muy buena mano para la gente, no se atemorizó en absoluto. Abrieron el establecimiento y, por supuesto, lo reflotaron con éxito".

La Escuela era un capítulo más en la relación del niño/adolescente/joven Fernando Alba en ese jugar de mente y manos con la materia. El golpe de cincel, la transformación artística, la maestría artesanal. El escultor y el ebanista, pero también el zapatero o "los carteles con programas de cine que hacía Amado, el padre de Favila, un rotulista con una mano tremenda. Aquellos programas los reproducía yo con mis pinturas. Me encantaba ver trabajar en el taller de chapa y pintura, en uno de ellos trabajaba Benjamín, que también copiaba programas con unos colores muy vivos. Esa fascinación la llevo en los genes, en el tuétano".

Oviedo pertenecía a otra dimensión. Ciudad provinciana y endogámica, poco amiga de la heterodoxia, pero con fronteras bien diferentes a la aldea salense y a la cercana Grado. "En la Escuela se impartía una docencia técnica, de oficio, que es necesaria para seguir adelante, pero que no te enseñaba a descubrirte a ti mismo. Aprendí lo necesario, pero en esto del arte uno siempre termina siendo autodidacta. Dibujar requiere habilidad, pero sobre todo es pensar".

En la Escuela de Artes y Oficios de los años sesenta "se copiaba, con escaso diálogo. Los descubrimientos iban por cuenta del alumno. Y un día te enteras de la obra de un tal Giacometti; otro, de la existencia de un tal Henry Moore... Alquilé un estudio en la calle Argüelles, al lado del Rialto, y tuve la fortuna de conocer a Carlos Sierra y de adentrarme en un ambiente muy vivo, lleno de preguntas.

Segunda entrega, mañana, lunes:

"El punto sin retorno, las sombras que dan luz y un baile de tres décadas"

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