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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Osborne no es para sobrios

Viaje alucinado por bares de medio mundo hasta desafiar el reto de beber en los paraísos fundamentalistas de la prohibición alcohólica

Osborne no es para sobrios Luis M. ALONSO

No he parado apenas de sonreír leyendo la odisea etílica de Lawrence Osborne. Casi siempre me pasa con los libros de este autor magnífico e irreverente. Maugham, Greene, algún que otro sorbo clorhídrico de Waugh; en el cóctel de Osborne están todos mezclados. Es un maestro por gotas del alto estilo. Su prosa a veces recuerda los movimientos precisos del borracho ansioso por no parecer borracho. El bebedor es para él un conocedor de sus propios estados alterados, sabe exactamente cómo modificarse en la cuesta arriba pero también deslizándose hacia abajo. En “Beber o no beber”, que ha publicado ediciones Gatopardo, Osborne se presta a un tour etílico muy particular que le lleva desde los pubs ingleses, a un hotel de alto standing en Milán, en el que cobran 40 euros por un gin-tonic, a Beirut o Islamabad, donde se empeña en desafiar la prohibición islámica de consumir alcohol. En resumen, una locura, que ya tiene un hueco en mi estantería al lado de la biblia alcohólica de Kingsley Amis.

Alguien podría reprocharme que el diario de un bebedor no es gastronomía, que no hay género que justifique este tipo de material inflamable. Sin embargo, los destilados y los licores, en general, forman parte del corpus del conocimiento gastronómico del mismo modo que una liebre a la royal o que una tortilla de patatas. En todo caso, la itinerancia alcohólica y literaria digamos que es un maravilloso y tentador subgénero que cualquier mente bien empapada tendría que reconocer. En Osborne se comporta como la asignatura que imparte la voz de la experiencia, tanto cuando se refiere a un vodka martini, agitado y frío, al estilo Bond, como a un whisky malta de Islay: Laphroaig, Lagavulin, Bowmore o Ardbeg. Sin llegar a impresionar, tampoco lo pretende, sabe de lo que habla. Por citar un caso en el momento en que describe los efectos de una bebida alcohólica fermentada y un destilado. Cuenta que la fermentación excita y llena de optimismo y lujuria; la destilación, en cambio, vuelve taciturno, escéptico y retraído. Aunque en ocasiones ocurra lo contrario, se trata de una reflexión, creo, bastante plausible. Ya no digo nada cuando bebedor experimentado la emprende con los bares de aquí y de allá, esos lugares que los anglosajones han interiorizado, siguiendo el dogma de Buñuel, como un ejercicio de soledad. Leer en estos momentos lo que Osborne tiene que contar de sus bares predilectos se convierte, además, en un ejercicio de melancolía.

En Beirut, la única ciudad, como escribe el autor de “Beber o no beber”, donde el bar y el muecín conviven sin dominarse, conoce a Jacques Tabet, un tipo generoso y cascarrabias. Mientras le sirve siete u ocho oportos despliega su espíritu de supervivencia: “Aborrezco estar sobrio. Es un estado que me irrita, como seguro que te irrita a ti. Si hubiese estado sobrio todos estos años, no habría sobrevivido”. Se entiende teniendo cuenta que el bar de Tabet en Beirut fue atacado durante la guerra civil con granadas y artillería.

No he estado jamás en Islamabad, ni tengo intención. Mis experiencias alcohólicas en lugares musulmanes menos estrictos se reducen prácticamente a trasegar en los hoteles, con la excepción de Estambul, al menos la Constantinopla que conocí, y propiamente Beirut. Pero Lawrence Osborne, sí estuvo allí. Digamos que Osborne ha hecho de su azaroso peregrinaje por el mundo un atractivo negocio literario que le ha permitido moverse de un lado a otro del planeta, por Asia, sobre todo. Ha vivido y creo que sigue viviendo en Bangkok, una ciudad donde sí se puede beber. En Islamabad, cualquiera se pregunta qué viento le azotaba la sesera cuando decidió caer por allí. Pero, el autor de “Beber o no beber tuvo los santos bemoles de subirse a un avión en Dubái para hacer turismo alcohólico en la rígida y fundamentalista capital de Pakistán. En su “adorada Islamabad”, le sirven un curry handi de pollo con un zumo natural de fresa. “Es innegable que beber aquí tiene su punto de emoción. Existe una posibilidad muy real de que te decapite una bomba de clavos mientras sorbes discretamente un merlot búlgaro oculto en una bolsa de plástico. Y hasta es posible que te descerrajen un tiro en la cabeza por el simple delito de beber. Las posibilidades de morir por tales causas no son astronómicamente elevadas, pero tampoco astronómicamente improbables”. Fuera de los reductos exclusivos donde abrevan el cuerpo diplomático y los periodistas en condiciones de semiclandestinidad, le informaron de la existencia de un restaurante italiano, Luna Caprese, popular entre los europeos que sirve copas de vino ocultas en una bolsa de plástico. Osborne pregunta si es popular y alguien le responde con infinita tristeza. “Lo era…, hasta que sufrió un atentado”.

Alguien le puede reprochar al autor de “Beber o no beber” el empecinamiento en emborracharse en sitios así, pero nadie negará que se trata de un viaje sumamente entretenido para el lector. La idea, confiesa una noche en voz alta, es permanecer un día sobrio para comprobar si puedes aprender algo de los que no beben. Al final, Lawrence Osborne desiste de ello.

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