Entrevista | Fernanda de la Fuente Criado Quiñones Cofundadora de la pastelería y empresa de catering Balbona

"Uno de mis hijos no quiso estudiar, lo mandamos a Barcelona a una pastelería y al volver abrimos el primer local"

"Yo soy modista, a los 10 años empecé a trabajar de motila por 7 pesetas a la semana y con 15 ya hacía mi propia ropa"

Fernanda, en la pastelería de la calle  Cabrales, en Gijón.

Fernanda, en la pastelería de la calle Cabrales, en Gijón. / Ángel González

A Fernanda de la Fuente Criado Quiñones (Angers, Francia, 18-6-1929) su familia y los empleados de la confitería Balbona y de sus obradores la llamaban y la siguen llamando cariñosamente "la jefa" al igual que a su marido, Jerónimo Balbona Fernández, fallecido en 2006, le llamaban "el jefe".

A sus 94 años está retirada de primera línea, aunque sigue siendo la presidenta de la empresa familiar, algo que ella considera "honorífico". La empresa fue pionera en la introducción de los servicios de catering en Gijón. Ya no va por la pastelería de la calle Cabrales de Gijón, aunque ha hecho una excepción para esta entrevista, algo que aprovecharon varios clientes de toda la vida para charlar con ella. Ese trato cercano con la gente es lo que más echa de menos.

Padres por partida doble.

"Yo nací en Francia, a donde habían emigrado mis padres, Domingo que era de Ribadesella y Maruja, que era de Cangas de Onís. Mi padre trabajó allí como soplador de vidrio. En Francia nacimos mi hermana Maruja, mi hermano Domingo y yo. Mi madre falleció cuando yo tenía ocho meses. Cuando tenía dos o tres años, mi padre regresó a Ribadesella con nosotros. Mi padre se casó de segundas nupcias. A mi hermana Maruja la crió mi abuela, mi padre se quedó con Domingo y a mí me criaron unos tíos que tenía en Gijón, que yo siempre los llamé padres. Mi madre, que era de los Valdés de Cimadevilla, se llamaba Elvira Fernández Valdés y él José María de La Fuente Quiñones, que no tuvieron otros hijos. Cuando mi padre Domingo me trajo a Gijón, vinimos en el Alsa. Fue a recogerme mi madre Elvira y me dijo que quise marchar corriendo detrás de él y me tiré al suelo a llorar como una loca cuando vi a mi padre que volvía a irse en el Alsa".

La Guerra Civil.

"Vivíamos en El Llano, en la calle El Arroyo. A la escuela fui a la de Los Campos, que era estatal, pero fui poco tiempo. Cuando estalló la Guerra Civil tenía 7 años y los niños empezamos a faltar al colegio, al que dejé de ir a los 10 años. Aquellos años no teníamos agua ni luz y cuando venían los bombarderos íbamos al refugio que había cerca del solar de la antigua escuela de Peritos. En el refugio había mucha gente y a mí me faltaba aire y mi madre me cogía de la mano y nos poníamos a la puerta del refugio. Desde ahí vi yo las chapas de los depósitos de combustible de Campsa volar por los aires como si fuesen ovnis cuando los alcanzaron las bombas. La onda expansiva nos estampó a mi madre y a mí contra la pared del refugio. El Llano era entonces muy distinto. Donde hoy está la gasolinera que hay frente al solar de Peritos, había un bebedero de vacas y alrededor huertas y praos y al lado pasaba el río Cutis, que todavía pasa pero por debajo de las calles, hasta El Natahoyo. Durante la guerra, los neños jugábamos en los cráteres que dejaban las bombas en el suelo".

Fernanda con su marido, Jerónimo Balbona, en su Lambretta, en la bajada del puerto de Pajares, con la moto parada para hacerse la foto ya que ella no conducía. Volvían de un viaje a los Sanfermines con unos amigos.

Fernanda con su marido, Jerónimo Balbona, en su Lambretta, en la bajada del puerto de Pajares, con la moto parada para hacerse la foto ya que ella no conducía. Volvían de un viaje a los Sanfermines con unos amigos. / LNE

Los hermanos.

"En la guerra, vino mi padre de Ribadesella para evacuarme de Asturias junto con mi abuela Ramona y una tía que tenía en Ribadesella. Mi madre no quería desprenderse de mí y le convenció en lugar de eso trajese a Gijón a mis hermanos. Entonces fue cuando me enteré de que tenía dos hermanos. Vinieron a Gijón, pero mi madre no nos evacuó y quedamos aquí todos. Salíamos a la calle a jugar y los otros chiquillos me preguntaban por qué mis hermanos llamaban tía a Elvira y yo la llamaba madre cuando decíamos que éramos hermanos. Cuando me enteré de que mis padres eran en realidad mis tíos, lloré tres días seguidos".

El mar evitó el hambre.

"Durante la guerra en mi casa no se pasó necesidad, porque mi padre, el que me crió, era pescador y el hambre sacábamoslo del mar. Él sacaba congrios, muiles, oricios, gambas, quisquilla... En frente de donde está el restaurante Bellavista pescaban gambas, quisquilla y camarones, los mejores oricios en La Providencia, bajando al pedrero por el acantilado detrás de donde está la capilla, y los calamares por la noche en frente del Club de Regatas, ahí en lancha. Mi padre, el biológico, murió con 45 años en un campo de concentración en Llanes. Era panadero y le acusaron de hacer pan para el otro bando. Yo tenía entonces otros dos hermanos por parte de padre, Holanda y Conchita. Cuando él murió, Conchita, la más pequeña, tenía 15 días".

Trabajo con diez años.

"Todavía conservo mi cartilla de racionamiento, que lo hubo desde que acabó la guerra hasta 1951. Con 10 años empecé a trabajar de motila con una modista, ganando siete pesetas a la semana; entregaba los vestidos a las clientas y empecé a coser con Paulina Pascual, en la calle Asturias, frente a la antigua confitería La Fe. Paulina Pascual era la modista que mejor pegaba las mangas en todo Gijón. Me acuerdo que iba a buscar los muestrarios de los botones a Romeval, en la calle Los Moros, y como pesaban los llevaba sobre la cabeza".

En el obrador de su primera pastelería en la calle Feijoo de Gijón, junto a su marido y con Esther Martínez Balbona entre ambos.

En el obrador de su primera pastelería en la calle Feijoo de Gijón, junto a su marido y con Esther Martínez Balbona entre ambos. / LNE

Modista.

"Yo soy modista. Con Paulina Pascual aprendí a coser y a poner las mangas a la ropa. Con 15 años ya hacía la ropa que vestía. Luego pasé a coser con Julia Álvarez y a la vez que trabajaban, estudié corte y confección en una academia que estaba en La Acerona. En el año 1947 me diplomé en el Sistema Martí de corte y confección. Coser me apasionaba. Todavía conservo un camisón de los que hice para los exámenes".

Breve noviazgo.

"Luego, mi padre, el que me crió, emigró a Buenos Aires y quedamos mi madre y yo. Para ganar dinero empecé a ir a coser por las casas, donde me pagaban 35 pesetas por día y dos huevos para la cena. Así fue como conocí a mi marido, Jerónimo Balbona Fernández. Iba a coser a casa de su madre en la Avenida de Schultz, que vivía con varios de sus hijos. Yo tenía 20 años. Le hice un abrigo y un vestido a Cuqui, hermana de mi marido, que tenía seis añinos. Jero era un pesao. Él tenía entonces una novia desde hacía 4 años, que de aquella se respetaba mucho eso, pero era tan pesao, que no te digo nada lo que le costó... y casámonos después de cinco meses de novios, el 17 de junio de 1950. Nos casamos en la iglesia de La Milagrosa y la boda la hicimos en Somió Park, que costó el cubierto 50 pesetas".

Viaje de novios a Madrid.

"Quedamos a vivir en El Llano en casa de mi suegra, que era una casa muy grande. De viaje de novios fuimos a Madrid y pasamos toda la noche de bodas viajando en el tren. En casa de mi suegra estuvimos 13 años, hasta que falleció y luego pasamos a vivir a un piso en la calle Pablo Iglesias pagando una renta de 1.500 pesetas, que en aquella época era un escándalo. Allí vivimos 40 años. Nos trasladamos hace unos años y ahora vivo en la Avenida de Oviedo".

Por la derecha Jerónimo Balbona y Fernanda de la Fuente con sus hijos Marile, Jerónimo, Fernando,  Carlos, Alejandro  y Pablo.

Por la derecha Jerónimo Balbona y Fernanda de la Fuente con sus hijos Marile, Jerónimo, Fernando, Carlos, Alejandro y Pablo. / LNE

Criando a los hijos y vendiendo zapatos.

"En 1951 nació mi primera hija. Dejé la costura y me dediqué a criar los hijos, el último nació en 1967. Mi marido era viajante de Spar y yo vendía zapatos, que me venían a comprar a casa. Vendía desde casa para toda Asturias los zapatos que me mandaba una hermana que tenía una zapatería en Zaragoza. Los clientes me llegaban por el boca a oreja. Fui del Grupo de Cultura Covadonga, donde mi marido tenía un número muy bajo de socio porque ya lo era desde que las instalaciones estaban donde la playa. Yo aquellas no las conocí, sino las actuales. Iba los viernes a llevar a los hijos en invierno a la piscina. Mientras, hacía gimnasia y después íbamos a reponernos a la cafetería".

El origen del negocio familiar.

"Teníamos cuatro hijos cuando se produjo lo que acabó haciendo que tuviéramos pastelería. Mi hijo Fernando llegó un día de clase, tiró los libros y dijo que no quería seguir estudiando. Mi marido tenía un sobrino que trabajaba en la pastelería de Farga, en Barcelona y lo llevó para allá a aprender el oficio. Cuando volvió, fue cuando la familia decidimos coger el local de la calle Feijoo, que se llamaba "Caracas" y tuvimos que aguantar dos años el nombre porque nos lo impuso la dueña del local, empezamos a despuntar. En el obrador estaban mis hijos Fernando y Alejandro, que trabaja muy bien el chocolate. Antes de coger el local fuimos varios días al atardecer a ver cuanta gente pasaba por la calle, que estaba sin asfaltar, para calcular los clientes que podíamos captar. Empezamos a funcionar el 23 de febrero de 1982 y fuimos la primera confitería en Gijón que hizo canapés y catering. Yo cocinaba, rellenaba pasteles, despachaba, fregaba, barría la acera, lo que tocase. El empezar fue muy duro, pero fue una época muy bonita, por el recibimiento de la gente. Todavía conservamos en la pastelería de la calle Cabrales clientes de aquella primera época, que siempre preguntan por mí".

"Fui a París, pero no a ver la torre Eiffel, sino los platos que preparaban"

Canapés a escondidas.

"Cuando teníamos la pastelería en la calle Feijoo, lo que más gustaba eran los milhojas y los croissants. Los canapés los hacíamos Fernando y yo a escondidas de mi marido, porque no quería que los hiciésemos. ‘¿Dónde se vio en una confitería hacer bocadillos de chorizo?’, nos decía. Fue lo que más éxito tuvo".

La fabada y el cirujano.

"El primer catering fue para un cirujano cardiovascular, don Fernando López de Prado. Le preparé para que llevara a su casa rollo de carne y ventrisca de bonito, que no hay nadie que la ponga como la pongo yo. En mi casa, todos los domingos hay fabada. Y es el día de hoy que nos seguimos reuniendo la familia para comerla, aunque ahora la hace un nieto. El marido mío la fabada no la perdonaba un domingo. Un domingo, don Fernando López de Prado vino y me dijo: ‘Fernanda, estoy apuradísimo, tengo invitados y no tengo que darles de comer, ¿cómo me puedes arreglar?’. Yo le dije: ‘No se preocupe’. Cogí la fabada que teníamos en casa para ese día y se la di. No me costó un divorcio de casualidad. Armóme una Jero por vender las fabas, que son sagradas en mi casa... Aquel día fuimos a la parrilla Muño a comer costillas, y Jero jurando en hebreo. En casa todos los domingos se comen fabas, aunque siempre hay alguna queja, o está picante, o está sosa, o está esfarraplá... Ahora ya es uno de mis doce nietos, Miguel, el que se encarga de cocinarla".

Cien trabajadores.

"En la calle Feijoo estuvimos, creo recordar, seis u ocho años. Aquella confitería la mantuvimos aún durante un tiempo después de abrir la que tenemos en la calle Cabrales, que inauguramos en 1988. Luego cogimos varias naves industriales y llegamos a tener casi a 100 personas trabajando, muchas de ellas mujeres. Todo lo que sobra de los caterings va para la Cocina Económica, y también los pasteles que sobran de un día para otro".

Trabajando en el obrador y en la confitería.

"En la calle Cabrales el negocio empezó a subir muchísimo, comenzamos a hacer más catering, pasteles diferentes y empezamos con el minipastel. Yo seguía echando mano en lo que hiciese falta en cada momento. Cuando nos quedó pequeño el local y tuvimos que comprar una nave en el Polígono de Roces para llevar allí el obrador, con tres turnos de trabajo, yo iba todos los días a cocinar, junto a otros cocineros. Hoy tenemos tres naves no solo para producir más, también para almacén. Yo iba al ping-pong, unas horas estaba en la confitería y otras en el obrador de la nave, depende de donde hubiera apuro".

De compras por los cabos. 

"Siempre me gustó hablar mucho con la gente, ir a los pueblos y hablar con las personas mayores, que son muy sabios. Iba a comprar fabas por los cabos, Bustio y por ahí. Nosotros movíamos tres sacos de fabas al mes. También compraba el chorizo, la morcilla y lo demás. Para la buena fabada dicen: ‘Si quies que te sepa, echa que te duela’. Yo buscaba el mejor compango y las mejores fabas. A una mujer le compraba la cosecha entera de fabas, pero tenía que buscar más, porque no eran suficiente. Los chorizos los acabamos haciendo nosotros, haciendo pruebas con las cantidades de todos los ingredientes hasta que dimos con cómo hacerlos bien jugosos".

"Iba por los cabos comprando cosechas de fabas y el compango, lo mejor; si quies que te sepa la fabada, echa que te duela"

Mandiles para las nueras.

 "Uno de nuestros cocineros más veteranos, Santi, era un chavalín joven que, con 19 años, pasó un día por delante de la pastelería, lo paré y le dije: ‘Oye, ven p’acá, ¿no te gustaría aprender a cocinar?’. Vino y todavía sigue con nosotros. Más adelante, mis nueras se quejaban de que no veían a los novios, porque, claro, cuando había más trabajo era cuando había días de fiesta. Le puse solución fácil, cogí un par de mandiles, las puse a trabajar al lado de ellos y ya los veían todo el día. Y así empezaron".

Tomando ideas de los mejores.

"Mi marido y yo tuvimos poco tiempo libre. Antes de la pastelería hicimos algún viaje. Teníamos una Lambretta y en 1955 fuimos a los sanfermines con otra pareja amiga que llevaba una Vespa. En Pajares, paró la moto para que nos sacara una foto, como si yo la estuviera conduciendo. Cuando ya montamos el negocio, los viajes que hacíamos eran para coger ideas para el negocio, también con alguno de mis hijos, viendo cómo envolvían las cestas de Navidad, qué platos preparaban... Entre otros viajes, fuimos a París, pero no a ver la torre Eiffel, sino a comer al restaurante Alain Ducasse, que hubo que reservar con un mes de antelación, y quedé impresionada. De allí copié unas cortinas que tuvimos en el comedor de la pastelería. Me impresionaron los carros de postre y los de quesos que sacaban. Y el servicio. Íbamos con Pablo, que ya era el cocinero, a mirar los platos que tenían. Algunos de los sitios que más nos impresionaron están en Barcelona, donde aprendimos cómo decoraban los escaparates y cómo preparaban los paquetes de Navidad. Todavía guardo las fotos de los trabajos que yo copiaba. Allí, con 60 años, fui a cursillos también, a la pastelería Ana Pallarés. Tenía 60 años, pero no me encogía; yo vivía para la pastelería, para que el negocio no se estancase, y mis hijos respondieron a tope".

El fallecimiento de Jero. 

"Cuando me jubilé, ya me retuve un poco y pasé a segunda línea. Mis hijos empezaron a llevar el negocio. Pero yo venía todos los días por la pastelería y algunas tardes los ayudaba; yo tenía que hacer algo, era una persona que sin hacer nada no podía estar. En 2006 falleció mi marido, Jero. Fue un palo, después de 57 años de matrimonio. Pero son cosas que hay que asumir. Yo soy una persona positiva, no negativa. Llegamos a abrir una confitería preciosa en Oviedo, que abrimos en 2007, pero la cerramos con la pandemia. Fue cerrar allí y abrimos en Gijón la segunda pastelería, en la calle Asturias".

Santurio. 

"Tengo seis hijos, doce nietos y cinco bisnietos, todos buenas personas y que son una piña. Veo poco la televisión, hago rompecabezas y leo. Hace algunos años me hice socia de la Asociación de Vecinos de Santurio, por apoyarles. Una muy buena amiga mía, que ya falleció hace poco, era de allí. Siempre estuve muy unida a ella. Fuimos amigas 70 años. Ahora ya no vengo nada por la pastelería porque me da mucha tristeza, y eso que tengo dependientes de muchos años aquí que son muy entrañables. Lo que más me gustaba de la pastelería era el contacto con las personas. Yo veía entrar a un cliente por la puerta y ya sabía lo que podía gastar, no lo forzaba a gastar más. Tenía clientes de todos los días".

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