Hace nada menos que un cuarto de siglo, el ahora tan traído y llevado Donald Trump, con 45 años de edad y casado entonces con la -también entonces- vistosa Ivanna, ya era un potentado famoso, no sólo por su creciente imperio empresarial sino también por sus extravagancias.
Fue en aquella época, durante un itinerante congreso internacional de prensa, entre Nueva York y Filadelfia, cuando tuvimos jornada de trabajo en uno de los fabulosos casinos propiedad de Trump en Atlantic City. El magnate, que se decía, nos invitó a desayunar en el gran salón del complejo, donde estaba previsto su discurso de bienvenida.
Quien esto firma había desempeñado su trabajo pocos años antes en una capital de la antigua Castilla. Entre los más ilustres colaboradores del diario, estaba el también congresista y hoy injustamente olvidado Carlos de la Rica, escritor de fabulosa imaginación, autor de hermosos libros, poeta de grandes recursos, artista, articulista de prensa de largo recorrido, gran conversador, culto, erudito y siempre buen amigo.
Nacido por cierto en Pravia el año 1929. Además, atípico sacerdote y párroco del pueblo conquense Carboneras de Guadazaón, cuya feligresía le adoraba (aunque se le acusaba de algunas inclinaciones que, ciertas o no, le perjudicaron) y que a su obispo, ¡entonces Guerra Campos!, proporcionaba algunos sobresaltos con su talante rompedor y sus innovaciones litúrgicas.
Situados en el salón, con gran pompa a la americana por el sonido y la imagen, Trump empezó su discurso valorando con descaro su largueza al habernos invitado. Carlos se levantó y me dijo: "¿Qué te parece si nos vamos?". Vencí mis escrúpulos porque estaba pensando lo mismo. Al fin y al cabo, Carlos era un moralista. Los dos abandonamos el salón a la vista de todos y nos fuimos a pasear por el muro de la playa hablando de lo divino y humano.