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Dario Fo y Dios

La visión de la religión del maestro del teatro y premio Nobel italiano recientemente fallecido

La editorial milanesa Guanda ha publicado un libro, en el primer trimestre de 2016, con la entrevista que Giuseppina Manin, periodista y redactora de "Cultura y Espectáculos" en el diario italiano "Corriere della Sera", realizó a Dario Fo, fallecido recientemente y a quien la Academia Sueca otorgó el premio Nobel en Literatura 1997 por "emular a los bufones de la Edad Media, zahiriendo a la autoridad y defendiendo a los oprimidos". Y al igual que ha sucedido en estos días con la concesión de dicho galardón a Bob Dylan, también entonces se suscitó la cuestión de si la naturaleza de la obra de Fo se correspondía con la del prestigioso premio. El libro se titula "Dario e Dio".

Dario Fo ha sido un maestro en el teatro y en la literatura. Cuando el actor y dramaturgo Rafael Álvarez, "el Brujo", supo de la muerte del autor del monólogo "Lu santo jullare Françesco", manifestó: "Dario Fo cambió mi vida. Así de rotundo. Cambió mi manera de entender el teatro y la interpretación. Dario Fo -verlo actuar y conocerlo personalmente- supuso un antes y un después en mi carrera. Hace muchos años, fui a Roma para pedirle los derechos de 'San Francisco, Juglar de Dios'. Cuando lo vi sobre el escenario, descubrí que aquello era lo que yo quería hacer. ¡Yo quería ser Dario Fo!".

Fo se declaraba ateo militante, pero se sentía fuertemente atraído por la religión. "Ateo de Dios", se autodefinía. Lo sagrado, la Iglesia y los santos, fueron, para él, objeto de sátira, género al que se consagró de por vida. En su amplia trayectoria profesional, la Biblia, los Apócrifos, las hagiografías, las tradiciones populares, el folclore, lo indujeron a hacer relecturas muy personales de la Historia de la Salvación, la figura de María, la relación de Jesús con las mujeres o el origen de la Iglesia.

Era extremadamente provocador. Y estaba locamente enamorado de Franca Rame, su mujer, cuya muerte, en 2013, lo sumió en un estado de soledad inmensa, mitigado únicamente por el coloquio que mantenía en voz baja con aquella con la que había compartido sesenta años de su vida y con la que había tenido un hijo, Jacopo. "¡Ayúdame!", suplicaba a su amada e invisible esposa cuando la solitud arreciaba. "Está siempre junto a mí; la llamo y me responde". La muerte de Franca lo condujo a establecer un nuevo modo de relación con ella, que él mismo equiparó al existente entre Filemón y Baucis, a los que, según Ovidio, Zeus convirtió, cuando murieron, en árboles guardianes de un templo, unidos en las raíces e inclinados por siempre el uno hacia el otro en mutua e inacabable contemplación. "Encontrarme de nuevo con Franca en un jardín sería bellísimo. Y si hubiera de acontecernos algo (allá arriba), quisiera que fuese así".

Fo apreciaba muchísimo al Papa Francisco. Conocía bien su magisterio y los gestos que han cautivado, por su entrañable cercanía, a tantas personas alejadas de la religión. Confesaba, además, que la encíclica "Laudato si'" le entusiasmaba, porque, en ella, este Papa se había expresado como ningún otro hasta el presente, hablando de la naturaleza, la economía y la no intangibilidad de la propiedad privada. "¡La primera encíclica verde!". De ahí que considerase que "pobreza, dignidad y naturaleza" fueran los tres vocablos que mejor definían al actual pontífice. Al igual que a San Francisco de Asís, de quien Bergoglio ha tomado el nombre, y a quien Dario Fo dedicó cuatro comedias y del que pintó varios retratos. "Un loco de Dios -decía del "Poverello"-. Pero de un Dios que me gusta incluso a mí, entendido como vitalidad y magnificencia de la naturaleza".

Pero Fo no admiraba sólo al Papa Francisco, sino también a Juan Pablo I, por haber dicho en un ángelus que Dios era padre y madre, y a muchos sacerdotes que conoció durante sus noventa años de vida. Andrea Gallo, por ejemplo. El cura de los toxicómanos, las prostitutas y los pobres. Era, para Dario, otro San Francisco. O David María Turoldo, religioso de la Orden de los Siervos de María. "Una fuerza de la naturaleza, un hombre de gran espiritualidad y gran cultura". Turoldo, además de poeta, fue una figura destacadísima en la diócesis de Milán por su contribución a la aplicación del Concilio Vaticano II y su entrega a los necesitados. Por otra parte, la beatificación del obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero fue para Dario, de entre los extraordinarios títulos de gloria que honran al Papa Francisco, uno de los más señalados.

En las ciento setenta y una páginas que componen el libro "Dario e Dio", Fo vertió su particular interpretación de los artículos principales del Credo cristiano, que conocía muy bien. Estaba familiarizado, además, con numerosos textos de la literatura bíblica canónica y apócrifa, y de la historia de los dogmas. De Jesús y de la Virgen, Dario hablaba siempre con respeto. De los demás, dependía. Con el aparato eclesial era implacable. Lo fustigaba sin miramientos. Tal vez porque consideraba que la grandeza y pureza del mensaje cristiano eran opacados por el comportamiento interesado e incoherente de quienes se confesaban farisaicamente seguidores de Jesucristo y de las enseñanzas del Evangelio. Y eso era, para él, insufrible.

Pero ahora que Dario Fo ha abandonado definitivamente la escena de este mundo, la lectura del capítulo dedicado en el libro a la muerte resulta especialmente apropiada. Se titula "Mors mea, vita mea". A la pregunta de cuáles podrían ser las alternativas que nos aguardan "post mortem", respondía: "Introducirse en cualquier agujero negro. Mezclarse con aquella materia oscura de la que nadie sabe aún nada. Partir de nuevo a la aventura, perderse en la inmensidad del universo, fundirse y confundirse entre sus infinitas sorpresas. Éste espero que sea mi paraíso".

Con todo, él, que se declaraba adherido sólo a lo que hallase conforme a la razón, reconocía que existían otras parcelas, perspectivas y dimensiones, constitutivas igualmente de la realidad. Y que era posible adentrarse en ellas sin tener que exiliarse del ámbito de la razón. Era ahí precisamente, en esa dilatación del angosto contorno en el que transcurría la cotidianidad, en donde devenía perdurable el vínculo interpersonal del amor. Él mismo lo había experimentado con las que denominaba "presencias activas". La de su madre, Pina Rota, o la de su mujer, Franca Rame. Las dos permanecían, aun después de su muerte, junto a él. Y eso no había tenido ocasión de constatarlo antes del fallecimiento de aquellas. La conciencia y la patencia de que pudieran existir otras vías de conocimiento, compenetración y comunión, advinieron a él con la inmediatez e inadvertencia con la que sobreviene la muerte. Y es por ello por lo que, incluso aunque lo hiciese entre hilarantes apreciaciones, Dario Fo llegó a definir la vida eterna como la inesperada sorpresa que Dios le tendría reservada. "Somos polvo. Polvo y agua. Punto. Esto es lo que me dice la razón. Mas después ? la fantasía, la inspiración, la locura, me ofrecen otras visiones. ¿Qué cabe decir? Espero ser sorprendido". Y eso es justamente lo que, según San Pablo, nos aguarda: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman".

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