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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Viaje a los recovecos del alma

Una reflexión sobre la condición humana a través de las trágicas historias de Tomasín y Rambal, reconstruidas por Lagar y Barrero

El alma tiene recovecos a los que es difícil llegar. En esos lugares remotos de la condición humana es donde escudriña el periodismo de sucesos -el más auténtico de todos-, que en no pocas ocasiones llega a convertirse en literatura. Parece obvio, pero nunca está de más recordar a Truman Capote ("A sangre fría"), Gay Talese (independientemente del engaño de "El motel del voyeur") o al mismísimo Dostoievski ("Crimen y castigo"), tres maestros en novelar los sucesos.

Dos libros de periodistas asturianos muy diferentes -Miguel Barrero y Eduardo Lagar- coinciden en las librerías. Se trata de "La tinta del calamar" (Trea) y "Tomasín: En lugares salvajes" (Cronistar). Barrero cuenta el asesinato aún no aclarado de Rambal, un homosexual en el Gijón de los años 70. Lagar reconstruye la peripecia del joven de Tineo (Asturias) Tomás Rodríguez Villar, que mató a su hermano maltratador en 2011 y se escabulló de la Guardia Civil durante dos meses vagando por el monte.

Aparentemente, las dos historias no tienen nada que ver entre sí. Dos crímenes muy distantes en el tiempo, muy distintos en sus circunstancias y en sus motivaciones. Tomasín pertenece a un ambiente rural contemporáneo, un mundo salvaje que creíamos desaparecido hace mucho tiempo. Rambal, aunque provinciano, se corresponde con una sociedad urbana. Los tiempos parecen cambiados. El más reciente, el de tintes bíblicos -Abel mata a Caín- parece corresponder a un tiempo remoto. El de la primera transición, el del travesti que levanta la cabeza ante una sociedad intolerante parece un crimen homófobo sacado de las páginas del periódico de hoy. Es más, una es la historia de un asesino; la otra, la de un asesinado. Pese a todo, Rabal y Tomasín tienen algo en común: los dos son víctimas.

A pesar de las diferencias temporales, los dos crímenes gozan de la intemporalidad, de la inmortalidad deberíamos decir, ambos se encuentran en ese limbo temporal que solemos describir en nuestra mediocridad como "desde que el hombre es hombre". Son dignos de una tragedia griega, iconos universales que trascienden el asfixiante coto donde tuvieron lugar.

Rambal era un vecino modélico durante el día y una reina del lumpen gijonés durante la noche. Lo que entonces se llamaba un crápula. Cuando la homosexualidad estaba penada con la cárcel, se presentaba ostentosamente al grito de "soy el maricón de barrio". Le gustaba travestirse y actuar en los locales más siniestros o en plena calle si era necesario. Pertenecía a una época en la que el franquismo -muerto ya el dictador- no terminada de agonizar. Un tiempo en el que esconder los trapos sucios era una práctica extendida, incluso saludable. Se creía que ocultándolos, se protegía a la sociedad bien pensante de las inmundicias. Y un maricón degollado en abril de 1976 era una inmundicia.

Tomasín, solitario, inadaptado, alcohólico, receloso de los hombres, se refugió en la naturaleza. Es un poco el buen salvaje de Rouseau, bueno hasta que dijo basta a su hermano maltratador y le descerrajó varios tiros en la cabeza. Desde que apareció el cadáver de su hermano hasta que fue detenido, pasaron dos meses. Tomasín demostró a la Guardia Civil lo grande que era, casi invencible, cuando se movía en su elemento: el bosque.

El fratricida Abel, al que nadie había hecho caso nunca, se convirtió en el protagonista de un circo mediático -¡Cómo recuerda al "Gran carnaval" de Billy Wilder!-, en el Rambo de Tineo según el apodo que los periodistas siempre necesitan poner a sus protagonistas. Acabó siendo el héroe de sus vecinos, que nunca entendieron cómo aguantó tanto las torturas de su hermano, el héroe de una sociedad que ahora se exhibe y lava sus trapos sucios en público, como una terapia, para expiar las culpas.

Uno y otro crimen -como todos los sucesos- sirven para ponernos a nosotros mismos frente el espejo para hacer examen de conciencia. Para preguntarnos si seríamos capaces de matar a nuestro hermano o aguantaríamos sus torturas, si entenderíamos y respetaríamos a alguien tan alejado de la norma, tan diferente del común de los mortales como lo era Rambal. Cuidado, la respuesta puede ser dolorosa.

Gracias a periodistas y escritores como Barrero y Lagar entendemos un poco mejor los misterios del alma humana, nuestra propia condición de personas, nuestra moral. Pero sobre todo nos conocemos mejor a nosotros mismos. Porque todos podemos ser Tomasín o su hermano, Rambal o su asesino.

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