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Xuan Xosé Sánchez Vicente

La enfermedad de la U

El desconocimiento asociado a los discursos contrarios a la oficialidad del asturiano

El cartel de la autopista pone "Llovio". Es el mismo lugar que los vecinos vienen designando desde tiempo inmemorial, es decir, desde siempre, "Lloviu". ¿Qué significa Lloviu en asturiano? No lo sabemos. ¿Y en castellano? Tampoco. ¿Por qué entonces "la autoridad" se siente obligada a la falsa castellanización de "Llovio"? Es por la "u". Esa "u" provoca una especie de patología convulsiva, semejante a una fobia, y ante ella, ante la vocal, el que la padece se siente, al tiempo, ofendido y amenazado y reacciona como aquel que, padeciendo pánico hacia los reptiles, machaca y machaca reiterada e histéricamente no sólo a las serpientes reales que podrían representar un peligro para él, sino incluso a aquellas que son de juguete.

Me lo decía hace tiempo un antiguo alcalde ovetense, con respecto a la recuperación del nombre de Uviéu, "si por lo menos no acabase en u?". O sea, no tendría inconveniente si la denominación asturiana fuese Uvieo o Uviedo. ¡Ah, pero la "u"?!

Naturalmente, esa manifestación patológica no sólo se da ante la "u", sino ante cualquier rasgo, por centrarnos solo en la toponimia, que huela claramente a asturiano. Ocurre, por ejemplo, con la "Ll" inicial, y así, se castellaniza ("se cristianiza", "se civiliza", sería la descripción psíquico-social del acto) Llastres en Lastres. ¿Pero por qué no cristianizar de verdad en "Lastras"? Porque el objetivo es únicamente eliminar los estigmas más evidentes, los que "apestan" a más distancia, del nombre nefando, para así purificarlo. Aunque es verdad que a veces se ha llegado al disparate completo, como aquella bufonada de convertir Cuestespines en Cuesta de las Espinas. Los ejemplos, por millares. Pero convengamos, sin embargo, en reducir la casuística y denominar la psicosis por su manifestación más frecuente: "la enfermedad de la U".

Esa patología tiene al menos dos vertientes, la institucional y la individual. La institucional empuja y obliga a los funcionarios públicos, en nombre del Estado -esto es, de la sagrada uniformidad del Estado centralista- a erradicar de la toponimia cualquier vestigio del estigma del maligno/indigno. Como san Jorge, se ven obligados a exterminar al dragón dondequiera que se presenta y, seguramente, suspiran satisfechos por hacerlo.

En la vertiente individual, existe una mayor complejidad. Para algunos -digamos, los de "buenas familias", por entendernos- constituye un signo de clase: rechazando el asturiano marcan su distancia con las clases populares, especialmente con el estigma de vulgaridad y aldeanidad con que se asocia el asturiano. Para otros ocurre exactamente al revés: nacidos en las clases populares, urbanas o rurales, nuestra lengua constituye para ellos una marca negativa de la que han de alejarse y de la que llevan huyendo toda la vida, pues entienden que no sólo representa para ellos un baldón, sino que dificulta su integración en ciertos grupos, su ascenso social ("que el mio fíu no aprenda asturianu", prometé-ymelo", suplicaba una madre viuda en el lecho de muerte). Muchos, por otra parte, han sido condicionados en la escuela para rechazar su lengua ("Con hache, cien veces", así, con esa concisión, me replicó hace pocos días un amigo de cierta edad al decir yo "fizo"; naturalmente, explicó, repetía lo que era habitualmente la actuación incontinenti de sus maestros en la escuela ante cualquier asturianismo de los escolinos), y han interiorizado esa pauta. Para algunos, en fin, la llingua llariega será una molestia, un problema adventicio del que nada quieren saber pese a ser una cuestión de su entorno cotidiano.

En los discursos contrarios a la oficialidad verbenean desconocimientos y muchas falacias. Algunas factuales (como esa dama tan simpática que dice que ella, siendo hablante de asturiano, está en contra de la oficialidad), otras argumentales, más sutiles o menos groseras. Hay también preocupaciones, reservas o argumentos que son entendibles y considerables. Pero estoy seguro de que en la mayoría de quienes emiten esos discursos, y no digamos ya de quienes de entre la gente de la calle los aceptan y repiten, bullen de forma más o menos consciente algunas de las causas que se manifiestan en "la patología de la U".

Y no solo en los contrarios a la oficialidad del asturiano, acaso también en muchos de sus partidarios. ¿Qué explicación, si no, dar a que el noventa y nueve por ciento de los políticos que pregonan la oficialidad no digan una sola palabra asturiana en sus discursos callejeros ni en sus intervenciones parlamentarias, salvo, tal vez, una vez al año si es Pascua Florida, digo, el día de Asturias o evento semejante?

Pero volvamos al principio, a Lloviu y Llovio. Hace tiempo, siendo ministro de Fomento don Francisco Álvarez Cascos, le envié una carta pidiendo que la señalización de las carreteras asturianas dependientes del Estado fuera al menos bilingüe, es decir, sólo medio mentirosa. Educadamente, me contestó: "no puede ser porque el asturiano no es oficial".

Bien, digámoslo con las palabras del monólogo de Segismundo: "¿"qué ley justicia o razón" hace que el falsificado y no castellano "Llovio" sea oficial y verdadero, y el despreciado, preterido y verdadero "Lloviu" no?

Esa patología -personal, social y política al tiempo- que es "la enfermedad de la U".

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