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Asturianas con ciencia

Diagnósticos con una gota de sangre

El reto de diseñar sensores químicos, un campo de enorme potencial social y económico

En el año 2001, cuando la Universidad acababa de iniciar un largo proceso de transformación conocido como el Proceso de Bolonia, accedo a una plaza de Profesora Titular en la Universidad de Oviedo. Era entonces una joven profesora con un largo recorrido por delante y grandes expectativas tanto científicas como docentes, en un momento en el que se respiraba en todos los ámbitos un auténtico síndrome por el cambio. En los años transcurridos desde entonces muchas cosas han cambiado en la Universidad, al menos en la forma, aunque en el camino se han quedado muchas ilusiones y el horizonte de esperanza que entonces se percibía se ha presentado cuesta arriba como resultado de las circunstancias económicas adversas a las que nos enfrentamos.

Actualmente, es prácticamente imposible acceder a una plaza de profesor titular con poco más de 30 años, y no por ser mujer. A pesar de que una de las primeras consecuencias del cambio educativo ha sido el mayor volumen en el trabajo docente de los profesores, el acceso a una plaza de profesor permanente se ha convertido en una larga carrera de obstáculos, con contratos inestables y precarios y una continua evaluación y reevaluación de los méritos. Al mismo tiempo, hacer investigación en la Universidad se está convirtiendo casi en una pesadilla, donde a la falta de recursos hay que sumar la burocracia paralizante y la rigidez legislativa a la que estamos sometidos. Las barreras administrativas hacen que una buena parte de nuestro tiempo se ocupe en cubrir formularios de muy poca utilidad. A pesar de todo, sigo viendo la educación y el avance del conocimiento como las mejores recetas posibles para resolver los problemas de nuestras sociedad.

Una de las principales funciones de la Universidad es cultivar la ciencia, con su enseñanza e investigación. Por tanto, el equilibrio entre la actividad docente e investigadora es una cuestión clave para todo profesor universitario; docencia e investigación no deben separarse. Centrados en conseguir una universidad con mayor excelencia tanto académica como investigadora, no debemos olvidar nuestro compromiso con el progreso de la sociedad. Por ello, una de nuestras primeras preocupaciones debería ser transmitir a esa sociedad con claridad qué hacemos en la Universidad, qué enseñamos y qué investigamos. Aquí se me brinda una oportunidad para ello.

Mi trabajo se desarrolla en la Facultad de Química, donde enseñamos esta ciencia básica llamada a jugar un papel primordial en nuestra sociedad por su demostrada capacidad para cambiar la forma en que vivimos. Toda ciencia implica la realización de medidas y la ciencia de las medidas químicas es la Química Analítica, disciplina de la Química en la que investigo y enseño. En el grupo de investigación que coordino, trabajamos en el diseño de sensores químicos que permitan, por ejemplo, detectar en sangre una sustancia concreta, identificada como marcador de una determinada enfermedad, permitiendo así un diagnóstico temprano de la misma o que puedan utilizarse en el control de calidad de los alimentos que consumimos informando de la presencia de determinados alérgenos como el gluten o de agentes patógenos como la Salmonella. Si bien el término sensor es familiar para todos, cuando se habla de sensores normalmente se piensa en dispositivos que responden a propiedades físicas, como los sensores de movimiento que hacen que se enciendan las luces a nuestro paso o los cientos de sensores que lleva incorporado nuestro coche para detectar cambios de presión o temperatura. También se pueden desarrollar sensores químicos que hacen saltar la alarma ante la presencia de determinadas moléculas o especies químicas en su entorno, alarma que será más o menos intensa dependiendo de la cantidad de especie que entra en contacto con el sensor.

Uno de los principales retos al que nos enfrentamos en el desarrollo de estos sensores es la necesidad de diferenciar o seleccionar una especie muy concreta (el marcador, el alérgeno, el patógeno) en un sistema tan complejo como la sangre o un alimento, donde esa especie está normalmente en cantidades muy pequeñas y rodeada de miles de componentes diferentes. Por eso, el sensor se diseña con dos componentes básicos integrados; por un lado un receptor que actúa como imán selectivo, un cebo capaz de atraer y atrapar de manera selectiva la especie que nos interesa, diferenciándola de todas las demás. En ese proceso de "atrapamiento selectivo" se produce un cambio que el segundo componente básico del sensor, el transductor, se encarga de transformar en una señal eléctrica. Nuestro trabajo se centra en el uso de transductores electroquímicos, que permiten obtener directamente una señal eléctrica a partir de la interacción receptor-especie medida y somos uno de los pocos grupos de investigación españoles con experiencia en la selección de un nuevo tipo de receptores específicos denominados aptámeros.

El término aptámero proviene del latín "aptus", que significa encajar, y es un nuevo tipo de receptores específicos, ácidos nucleicos pequeños que se pueden obtener en un proceso de síntesis química, con menor coste que muchos de los receptores de naturaleza proteica que actualmente se utilizan. Se diseñan para que sean capaces de "abrazar" a una especie o estructura determinada, atrapándola, y tienen utilidad no solo en la construcción de sensores químicos sino que también pueden utilizarse como fármacos. Tras diseñar con éxito un aptámero que permite reconocer el gluten en alimentos, ahora estamos embarcados en la obtención de este tipo de reactivos para el atrapamiento selectivo de moléculas cuya presencia en sangre puede ser indicativa de ciertos tipos de cáncer. De esta forma, podríamos obtener dispositivos de análisis que permitiesen el diagnóstico temprano de esta enfermedad, cuando la intervención curativa aún es posible, a partir de una gota de sangre. Sabemos que el reto que tenemos por delante es grande y las dificultades que encontraremos serán muchas, pero el potencial de nuestro trabajo para producir un impacto positivo, tanto desde el punto de vista social como económico, es enorme y esto nos anima a trabajar duro y no claudicar.

A pesar de la escasa sensibilidad política hacia la educación y la investigación que percibo, éstas son, en mi opinión, dos de las claves esenciales para soñar con un futuro mejor. Tal como señala Paulo Coelho, el miedo a fracasar es lo único que vuelve un sueño imposible, por tanto, es nuestra voluntad de resistir, de no retroceder ante tantos inconvenientes acumulados, lo que nos permite seguir adelante y al menos no desandar lo andado. En este proceso es esencial formar jóvenes no conformistas, que sean capaces de atreverse a soñar y no renunciar a nada, a pesar de su dificultad.

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