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Las agallas del murciano y una señora de casteldefels

Un día cargado de simbolismo que la indolencia oficial se encargó de desaprovechar, quedando supeditado el mensaje a la Monarquía y el Clero

El viernes, alrededor del mediodía, un murciano examinaba las agallas de un tiñoso en el mostrador de una pescadería del Fontán como si quisiera bucear en las entrañas de Asturias. ¿Caldero o calderada? Más allá, una señora de fuera se interesaba por las fabes. Eran unas fabas como almohadas, del doble del tamaño de un riñón de conejo. Cerca de allí, varios turistas se entretenían con los quesos del Paraíso Natural. Ayer sábado era otro día y del mismo Fontán salían disparados los sones de las gaitas hacia un cielo azul en el que no se percibía la Cruz de la Victoria pese a tratarse de la fecha que se trataba: tres centenarios y una conmemoración histórica.

La cruz estaba en el Real Sitio, y la portaba el Arzobispo de Oviedo. Se encargó de lanzar una súplica: "Que Covadonga proteja a la Familia Real en un momento delicado para España". Tendría que haber dicho, en todo caso, que Covadonga proteja a los españoles como, según la tradición, lo hizo con Pelayo y los suyos, que en la primera escaramuza de la Reconquista salvaron la honra de los traidores visigodos. La tradición también otorga que Asturias es España y el resto tierra conquistada, frase supremacista para un senador de Compromís y que en las actuales circunstancias cobra relevancia por ser fruto propagandístico del mito fundacional aquejado por la amenaza de otros cuantos mitos periféricos más inciertos.

En Covadonga hace 1.300 años, ahí lleva razón Jesús Sanz Montes, se forjó una historia con luces y sombras. Empujada por la Cristiandad, la liberación del opresor musulmán surgió de una cueva en medio de montañas y allí tuvo los orígenes el nacimiento de una nación para que siglos después, un señor de Murcia abrigase sólo las dudas de que lo que separa al Cantábrico del Mar Menor son una caldereta y un caldero de pescado. La historia arrojó, a la vez, penumbras sobre el pasado identitario de quienes reclaman otros mitos.

No estuve en Covadonga para verlo. Dudo, en cualquier caso, que, de lo contrario, hubiera alcanzado a ver algo más de lo que el oficialismo quiso proyectar entre fuertes medidas de seguridad y lo que el folclore, en esas circunstancias, reclamaba. Como decía en los prolegómenos de la transmisión la presentadora de la tele autonómica, en la explanada de la Basílica pronto habrá dos reyes, Pelayo, en su estatua, y Felipe VI, además, dijo, de una señora de Casteldefels.

Era un día cargado de simbolismo que sólo la indolencia oficial se encargó de desaprovechar quedando supeditado el mensaje a la Monarquía y al Clero. La idea de dotar de contenido al origen de una nación amenazada, a la rebeldía de entonces frente a la sumisión visigoda y a los "turbadores turbantes" del momento, se redujo a la homilía de la misa. Los curas también tienen derecho a hablar del tiempo.

Como se trataba de una celebración en el monte, el Gobierno estaba representado por el ministro de Agricultura. El de Cultura, por lo que se ve, tenía compromisos más importantes en su agenda que asistir a la gran efeméride asturiana. Si el mensaje político de nación no lo compra nadie, si España sólo agrupa adhesiones en torno al fútbol y las banderitas, se habrá consumado definitivamente el fracaso colectivo de un país. No de las contradicciones, porque como escribió Chesterton incluso para los hombres más laicos, la relación con la tierra natal ha pasado de ser algo contractual a convertirse en sacramental y muchos de los que se pasaron media vida renegando de los símbolos morían en las guerras del siglo pasado por un trapo y caían hechos pedazos por defender ficciones de cualquier naturaleza. El patriotismo bien entendido, lejos de esa burda exaltación que sirve de refugio a los canallas, no consiste en viajar como pasajero en el barco del Estado, sino en hundirse con él si fuera necesario.

No estaría mal saber que conclusiones hubiera extraído, por ejemplo, Macron de los trece siglos de historia cristiana de Asturias que en Francia son los de Carlomagno. O cualquier otro estadista en Alemania, Reino Unido o Italia si se le hubiera presentado la oportunidad de una conmemoración de estos vuelos, sobremanera en el momento que atraviesa España y con la indiscutible metáfora que ofrece el mito fundacional.

Pero aquí todo se ha quedado limitado al simbolismo más superficial: una gran romería en las montañas. A la orquestación rigurosamente controlada de la primera visita oficial como princesa de Asturias de la infanta Leonor, al lado de la Santina; a Covandonga como cuna de reyes, y al distanciamiento de la monarquía por parte de la política orgánica sujeta a otro tipo de compromisos.

Del murciano empeñado en acercarse a Asturias a través de las agallas de un pescado de roca obtuve buena impresión y a la señora de Casteldefels de la tele no supe más. Otra oportunidad perdida.

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