La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Aquellos almuerzos de San José

Un santo que ha perdido casi toda la importancia que tuvo

En la España pobretona de mi niñez, después de las Navidades, la segunda cita gastronómica en importancia era el día de San José. Un día que era fiesta nacional y se celebraba en todo el territorio del Estado y no como ahora que son más las autonomías donde el 19 de marzo es una fecha laborable. Por ejemplo, este año se festejó, por excepción, en Galicia gracias a no sé que coincidencias afortunadas del calendario, mientras que en Asturias fue un día corriente que no dio derecho a la holganza.

Lo cierto es que, desde la instauración de la monarquía parlamentaria por capricho del general Franco, San José es un santo que ha perdido casi toda la importancia que tuvo en un pasado todavía no tan lejano. Y no solo desde el punto de vista gastronómico sino también del político porque fue utilizado primero por el papa Pío XII como dique de contención del proletariado comunista bajo la caracterización de San José Obrero (1955), y a imitación suya por el dictador español para defender los valores cristianos de la llamada "gran familia del trabajo", una construcción teórica paternalista del nacional catolicismo que exigía la idílica colaboración de empresarios y trabajadores por cuenta ajena.

Nadie nos ha explicado todavía, al margen de los evidentes aprovechamientos propagandísticos, cuáles fueron las razones serias para convertir al paciente carpintero de Nazaret en precursor del proletariado industrial moderno. Pero en todo caso, de ser precursor de alguien lo sería mejor de los trabajadores autónomos, de los técnicos de laboratorios especializados en la fecundación "in vitro" o de los padres adoptivos, caso que exista esa categoría laboral, que no lo sé. La realidad es que, San José ha perdido importancia en lo político y en lo religioso, y solo mantienen viva su existencia las ofertas comerciales del llamado Día del Padre, que también podría llamarse de la Santa Corbata sin que nadie se escandalizase demasiado. De no ser por eso, su notoriedad sería equivalente a la de San Secundino, San Lamberto o de cualquier otro de los numerosísimos y prácticamente anónimos compañeros y compañeras de santoral. Todo ello, claro está, al margen de su función protocolaria como esposo de la Virgen María. No obstante, los de mi generación tenemos una deuda de gratitud con San José. Fundamentalmente, por aquellos almuerzos extraordinarios del día de su exaltación. Unos almuerzos en cuya selección de material y posterior elaboración se ponía un especial esmero. Desde el aperitivo a los postres. Luego, venía una larga sobremesa que a veces de prolongaba casi hasta la hora de la cena. Con abundancia de toda clase de libaciones y mucho aroma de habano, porque en aquellos años el humo del tabaco no molestaba y hasta los niños de pecho respiraban ese aire que se asociaba a la prosperidad aunque fuese relativa. La fiesta, como queda dicho, era de ámbito nacional y en todas las casas había más de un Pepe, o de una Pepita, para justificar el festejo. De todo aquello deriva seguramente la frase "ponerse como un Pepe", que es tanto como ponerse morado al comer.

Compartir el artículo

stats