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Billete de vuelta

Francisco García

Lo pido de palabra

En defensa del vocabulario que muere con las zonas rurales que se despueblan

Como soy de pueblo, como tuve un abuelo pastor y el otro hortelano; como trabajé de niño los veranos en la huerta familiar desporretando cebollas y cargando melones de piel de sapo en remolques con destino al mercado de Legazpi; como vareé aceitunas en el olivar y tengo raíces donde crece el trigo, que es costa verde y dorada de tierra adentro, me acojo al derecho de reclamar un trozo de futuro halagüeño para las localidades que se despueblan, que se quedan sin gente y sin ánimo. Lo pido de palabra.

A mis dos abuelos, a los viejos de la localidad, les debo un interminable catálogo de dichos y consejas, pero sobre todo de términos hoy en desuso que con frecuencia me empeño en resucitar, para que no las entreguen en cristiana sepultura al nicho oscuro donde la modernidad entona un gorigori lúgubre al lenguaje anciano de la aldea.

Así, un trozo de pan untado en vino y azúcar por la abuela Angelita para merendar era un corrusco o un ceneque; si las madres nos veían llegar de la escuela con pereza o desgana, nos llamaban acipámpano o juanlanas. Si hablabas más de la cuenta eras un cascante, y si no te crecían las piernas al ritmo espigado del hijo de la vecina, una andaluza de Jaén que procedía de Fuensanta de Martos, te decían bodoque. Y el día en que a la Merce la del tío Vitorio le dio un sofoco en plena calle y cayó redonda al suelo, las parroquianas convinieron en que había sufrido un arrechucho o un perrenque. Y si en alguna casa se escuchaba a voces la expresión "¡sape!" es que por el portón se había colado un gato ajeno.

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