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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Querido chapista y pintor

En recuerdo de un auténtico héroe cotidiano

En la esquina de la calle Joaquina Bobela, acera de los impares, con la avenida de Pumarín, en Oviedo, tenía su sede el parlamento del barrio de mi infancia: el "Bar Navelgas", regentado por Prudencia y Pepe, que venían (me dijeron) del Paniceiros que inmortalizó tiempo después el escritor Xuan Bello. Hoy sería un "meeting point": entonces era un chigre. Allí se reunían, sin cita previa, los parroquianos de la zona: hoy los llamarían tertulianos. Acodados en la barra, echando la partida, interclasistas sin prejuicios, a voces asturianas apasionadas, dirimían sobre fútbol, bromeaban con paciente sorna y sentaban cátedra voluble para desdecirse al día siguiente con tal de no ofender ni ofenderse. Asturianos orgullosos de serlo y de celebrar a diario la amistad. Obreros, dependientes, tenderos, guardias civiles (el Cuartel estaba a dos pasos), transportistas, algún empleado de banca, revisores de autobús, un cartero... y el mejor chapista y pintor del barrio, quizá de todo Oviedo y alrededores. Chapa y Pintura: indisoluble unión. En realidad era El Chapista y se pronunciaba con las mayúsculas de la antonomasia merecida. Un hombre de rápido andar, de expeditivo entrar en cualquier charla ya iniciada, de fino bigote, que fumaba nada menos que Winston y bebía rioja: nada menos, un respeto. Así lo recuerdo. Nacido en Paredes, orgulloso asturianín de La Corredoria, trabajaba cerca de la pescadería de Electra (esos sí eran nombres) y del estanco: en "Carrocerías Rodríguez Prado", subiendo por la avenida hacia General Elorza, acera también de los impares. Los últimos años antes de su jubilación se trasladó a otro taller, en Granda. Siempre tenía una broma para el guaje que yo era: me hablaba, me distinguía: "¿Qué pasa, chavalín?", y venía un pellizco cariñoso. Me caía muy bien aquel señor que tanto charlaba con mi padre: la serena severidad paterna ("El Panadero") frente a la viveza intensa del chapista. Yo lo observaba y retrataba. Chapista: casi nada. Con lo que a mí me gustaban los coches, que siempre los tenían los otros. Un día me dejó ir a verlo currar a su taller. Mono azul, grasa, el olor de disolventes y pinturas que aún tengo en la nariz, imposible e inútil olvidarlo. Qué mundo, la infancia. Luego, los veía a él y a su mujer a diario, pues la ventana de su cocina daba frente por frente a la habitación donde yo nací, a la calle Llano Ponte. Y también veía a su hija, una neña viva como el hambre. Vivían en casa de nueva planta, levantada sobre un prau donde antes se apilaban las barricas de una vinatería cercana, de Buenaventura Paredes: qué lugar para jugar al escondite. Con el paso del tiempo ?ya fuera yo de Pumarín?, trabajé con la hija del chapista en "Asturias, diario regional", donde también escribía quien después fue su marido. Va siendo hora de dar nombres: su hija se llama Pilar Rubiera, y es la más rotunda, risueña, firme y rigurosa periodista que conocí: LA NUEVA ESPAÑA es testigo. Se casó con José Ramón L. Patterson, corresponsal hoy de TVE en Bruselas, el que vemos en el Telediario informar con precisión y pronunciar el español que da gusto. Son padres de Claudia Lorenzo, que recién publicó estupendo libro sobre cine. Su padre, suegro y abuelo respectivamente se llamaba Justo Rubiera Prado que murió el pasado día 1, cerca de cumplir los 94 años, viudo de Teresa. El chapista de Pumarín, un auténtico héroe cotidiano. Un héroe no es el bailamonas que decretan las redes sociales. Un héroe cotidiano es quien se ocupa de que las cosas funcionen, que haya pan en el puesto y que el coche marche impecable: así mi padre, así Justo. No el que vive de los otros, el que mata o está fuera de la ley (cortesía de Santos Discépolo). Siempre me robaba una anchoa de mi plato. Pero luego me pedía otra tapa para compensar. ¿Qué pasa, chavalín?

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