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Hoy me alegro de no tener padres

La muerte de ancianos por la pandemia confinados en sus residencias o aislados en los hospitales

Nunca pensé que llegaría el momento en que hiciera esta afirmación: hoy me alegro de no tener padres. Estos días estoy pensando en tantos miles de hijos que están penando por ver a sus padres ingresados en hospitales, pacientes en las UCI, confinados en residencias de ancianos, tendidos en naves convertidas en centros sanitarios. Solos en sus viviendas sin ningún pariente próximo. Me siento aliviado por haber perdido a mis padres hace años. Vi a mi madre morir delante de mí convulsionando por un corazón que la golpeaba desde dentro y la movía entera como queriendo salir e irse de aquel cuerpo ya inservible. Y a mi padre apagarse como una vela, golpeado por la edad y el derrumbe de las fuerzas.

Llevamos semanas sin que muchos hijos puedan presenciar y acompañar a sus progenitores en los últimos momentos de la existencia, sabiendo que les falta poco, imaginando en sus miradas adioses de silencio, manos temblorosas que apenas pueden asir a sus descendientes. Una distancia quizás de pocos metros, pero todo un abismo cuando el cariño entre padres e hijos está prohibido. Tengo en la memoria amigos con padres muy mayores. Sé que estarán con el alma en vilo temiendo lo peor en cualquier momento. Esta epidemia no avisa ni pregunta. Se presenta de improviso. Y se lleva a los ancianos como el viento se lleva a las plumas caídas de las aves.

Es un gozo enorme tener padres, disfrutar de su compañía, aprender de sus experiencias, discutir con ellos de las realidades de la sociedad, pensar en su existencia a diario, reír con sus ocurrencias en la larga ancianidad, saber que en cualquier momento puedes hablarles por teléfono, o visitarlos en sus casas, o llevarlos a comer a un restaurante. Son como un muro de contención que está ahí entre nosotros y la muerte. Como si la lógica de la vida fuera esa. Desaparecer por orden de edad. Sabiendo que no siempre ocurre así. Que la naturaleza también se equivoca.

Conozco gente que ha perdido a sus padres hace unos cuantos meses. Ahora se sienten aliviados al contemplar el panorama sanitario que nos envuelve en estos días. Algunos se manifiestan contentos porque sus ascendientes se han escapado de esa agonía que ahora se propaga sin aparente remedio, y de ese dolor para ellos mismos impotentes ante lo desconocido, que hubieran tenido que bregar con la desdicha, con la fatalidad, cuando la salud de sus ancianos era todavía aceptable, esperanzada en la confianza de nuevos cumpleaños, haciendo planes de corto recorrido, rememorando vivencias antiguas, haciendo comparaciones del ayer con el hoy o contando historias que nunca quedarán escritas.

Con esta epidemia se han trastocado todos los procedimientos vitales. He visto cómo en los Estados Unidos hacen fosas comunes provisionales para los cadáveres. Me recuerda cuando en la India incineraban a sus muertos y dejaban sus cenizas bogar por el Ganges como fardos sin nombre ni destino fijo. España es el segundo país del mundo por personas infectadas por el covid-19. Dicen que estamos en el buen camino hacia el descenso de fallecidos e infectados. A todos nos urge que desaparezca esta pandemia que nos ha tocado como la gran crisis de nuestra generación. No podemos permitir que más ciudadanos se queden con las secuelas por el dolor de la muerte de sus mayores, y la angustia de no saber cómo será el mañana más inmediato.

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