El Gobierno del Principado nos obsequia con un verano azul enmascarado que es un tormento añadido sobre el resto de las incertidumbres, en una región donde hasta ayer mismo se daban un par de casos puntuales de contagio en Valdés y Gijón. Cualquiera puede pensar que nos la pillamos con papel de fumar. La medida resulta cómoda para los que quieren curarse en salud e insoportable para una mayoría que no se conforma a resignarse sin mayores explicaciones.
La mascarilla ha tenido un discurrir errático por la pandemia en cuanto a necesidad y rentabilidad política. Cuando el virus se hallaba más extendido no era necesario usarla, ahora es imprescindible. Alguien podrá decir que en estos momentos son muchos más los que circulan, pero ello no obliga al roce. El protocolo higiénico en la vía pública no debería ser tan difícil de cumplir: con o sin protección facial, consiste en olvidarse del par de besos con los extraños; en guardar las debidas distancias, y, como se decía antes, no chocar las cinco. Tampoco hace falta prodigarse en la ordinariez de arrimar codos: con saludar amable y educadamente tierra de por medio es suficiente. Salvo en la calle Preciados de Madrid en horas punta, se puede transitar por cualquier espacio público manteniendo la distancia de seguridad del metro y medio. No entiendo, por tanto, la imposición de las mascarillas en exteriores.
Ante la falta de una evidencia científica que fuerce a llevarlas, el asunto arroja falsa sensación de seguridad, superchería y contradicciones irritantes. Si se trata de garantizar la salud, ¿por qué en las aceras de las calles es obligado el uso y en las terrazas de los bares no? ¿Acaso están libres de virus? ¿Y las playas? ¿Y las piscinas públicas? ¿Por qué los que resoplan corriendo o haciendo cualquier tipo de ejercicio, que supuestamente son los que más partículas emiten, están exentos de la mascarilla y no, sin embargo, los que transitan dulcemente? Que alguien me lo explique.
