Donde las dan, las toman. El Ayuntamiento de Madrid ordena, con el voto de la derecha variopinta, retirar el nombre de las calles de Largo Caballero e Indalecio Prieto. Para los tirios se trata de "personajes siniestros de nuestra historia"; para los troyanos, al contrario, de "defensores de la libertad y la democracia". Hombres a fin de cuentas, hijos de su época.
Cuando una ley como la de Memoria Histórica en lugar de restañar viejas heridas ayuda a reabrir las cicatrices, cabe preguntarse si es necesaria o solo enciende afrentas. En el año 82 causó enorme revuelo en Gijón que el Ayuntamiento, con mayoría de izquierda, eliminara a Calvo Sotelo y a Vázquez de Mella del callejero. La avenida de los Héroes del Simancas pasó a denominarse de Pablo Iglesias, que con Carlos Marx y Manuel Llaneza conforman una arteria principal del casco urbano. Imaginen que en las próximas elecciones se produce un vuelco en la representación municipal, y a la derecha, atendiendo los dictados de Talión, le da por rehacer a su gusto el callejero, llevándose por delante de un plumazo a los tres citados junto con Dolores Ibárruri, Rosa Luxemburgo, Julián Besteiro y las Brigadas Internacionales.
Y que cuatro años después, un alcalde ateo expulse del nomenclátor a Juan XXIII, San Ignacio, el Sagrado Corazón o Ave María; o un mandatario negacionista de la ciencia eligiera a Miguel Bosé para sustituir en los rótulos a Marie Curie. O, a mayores, que una Corporación asturianista retirara los honores callejeros a Corín Tellado. O dándole la vuelta a la tortilla ideológica, que un regidor enfrentado a la cooficialidad extirpara de las placas a Pachín de Melás.
Lo que vivimos es una prueba más de la odiosa polarización del país, camino de una batalla ideológica plaza por plaza, calle por calle.