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La superwoman

Un sidreru en busca de vino en tiempos de la nueva normalidad

Soy sidreru, como cualquier persona con dos dedos de frente, pero también me encanta el vino, como a usted. Y como tengo que mirar por la peseta, también como usted, salvo que sea diputado, solo puedo disfrutar de buenos vinos cuando algún buen hombre corrupto-caritativo me los regala. Mis hijos, por ejemplo, suelen hacerlo un poco antes de que me llegue la extra. Cuarenta y ocho horas más tarde me exponen el último problema de su equipo informático obsoleto comprado el año pasado.

Buscando por tanto un vinín que sirviese para la copa diaria de la cena di con una bodega castellana que vendía un caldo a muy buen precio con un sabor que me convenció. Hasta que llegó el virus lo compraba de la que pasaba, yendo o viniendo de Madrid. Pero como ahora hace falta salvoconducto para moverse –lo que me parece muy bien; una guerra es una guerra y ésta es de verdad visto número de bajas–, y la reserva se me está acabando, llamé a la bodega para hacer un pequeño pedido. Me atendió una chica –por la voz parecía muy joven–, una mujer de hoy, dinámica, triunfadora, rápida como un pistolero en El Paso, preparada sin duda para el mundo hostil en el que vivimos. Las propuestas comerciales surgieron como si usase una ametralladora para hablar. Vocalizaba bien, pero usaba la “liaçon” en todas las palabras, no había espacios, un castellano-alemán, toda la conversación era una sola palabra compuesta. Un montón de productos, no solo vinos, un montón de propuestas, un montón de maravillosas ofertas, todo corriendo, como si estuviese perdiendo el ALSA. Como se habla ahora en las películas norteamericanas. Intenté explicarle que yo ya sabía bien lo que quería, una caja del tinto que ellos vendían envasado en bolsa de quince litros, con un grifo por abajo.

“Muy bien señor, un baginbox” –me disparó–. “¿Y esa palabra que significa?”, le pregunté. Tras un leve titubeo me respondió que se trataba del vino en bolsa que yo pedía. Un vino que no venía embotellado, sino en “brick”. Me sentí espoleado y le pregunté el motivo por el cual no decía “en bolsa”, en castellano, máxime teniendo gran fama el de Valladolid, que era donde estaba la bodega. Además ni yo ni la gente con la que me rodeaba usábamos el inglés. Bueno, conocía a un nigeriano que paraba por Gascona, pero llevaba muchos años en Oviedo y hablaba “amestao”, una especie de castellano corrupto mezclado con asturiano con el que nos entendíamos en Asturias cuando había confianza, le expliqué. Rio un poco eléctrica, comentó que era el nombre actual de ese artículo, y con agilidad de ejecutiva me dijo el precio de la caja –ya no se atrevió a usar “baginbox”– de quince litros, o kilos, como yo los llamaba. La noté nerviosa. Le expliqué que yo no había hablado en ningún momento de kilos, y que me sorprendía que no me diese el volumen en galones. “Bueno, no sé –cortó ágil–, a ello hay que sumarle el importe del “courier” –comentó–. “¿Se refiere usted al porte?” –le dije–. Sí, era el porte. Estaba excitada. Entonces le disparé a la línea de flotación: “Señorita, ¿cómo prefiere que le haga el abono, en euros o en dólares?

“No lo bebas, te va a envenenar el baginbox” –me largó mi hija.

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