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El extravío de la democracia

Hay muchas maneras de actuar contra la democracia. La más habitual ha consistido en negarla e intentar suprimirla por cualquier medio, pero en ocasiones recibe ataques sibilinos en su propio nombre y también es posible ponerla en peligro sin tener consciencia de ello. La iniciativa de apartar a Trump de la Presidencia por incumplir su juramento de defender la Constitución o por incapacidad, siguiendo siempre el procedimiento legalmente establecido, parece oportuna a la vista de lo sucedido el pasado miércoles. No sabemos con precisión qué objetivo concreto perseguían los asaltantes, aunque es clara su obstinación en impedir la confirmación del resultado electoral. De lo que no cabe duda es de que fue un acto antidemocrático, contra la ley y violento.

Falta por determinar la responsabilidad de Trump en los hechos. En todo caso, esto no va a modificar en nada el juicio que merece su conducta. Pero a propósito de su influencia en la deriva reciente de la política estadounidense conviene adoptar el realismo más crudo. Trump es presidente como resultado de un sistema electoral que permite el acceso al cargo al candidato menos votado de los dos grandes partidos. Y después de cuatro años de exhibición sin complejos de su personalidad y su dislocada forma de entender la política, una mayoría decidió despedirlo. Pero se irá habiendo aumentado su apoyo electoral. No solo cayeron en saco roto las advertencias de que con él al mando podría ocurrir cualquier desastre imaginable, sino que el partido republicano lo empujó en el inicio de la carrera presidencial y luego le dispensó una actitud contemplativa, al tiempo que amplios sectores sociales lo jalearon en las calles, los medios de comunicación y las redes sociales.

El asalto al Capitolio.

El asalto al Capitolio. JACK GRUBER / USA TODAY

El malestar social, la polarización política inducida, los nuevos procesos de formación de la opinión pública y el populismo que emerge de todo ello han llevado a un sistema político que ha servido de modelo en todo el mundo a una situación extrema. Los síntomas de la crisis eran palpables hace ya décadas. Tan pronto como el muro de Berlín fue derribado y se impuso el ritmo marcado por la globalización, los problemas empezaron a desbordar a las democracias, que perdieron la estabilidad de la posguerra mundial, volviéndose frágiles y vulnerables. El descrédito de partidos y líderes, la desafección ciudadana y, en suma, cierto grado de cinismo esparcido en general por toda la arena política han contribuido a empeorar considerablemente las perspectivas de las democracias. Solo unos pocos países del centro y norte de Europa, entre ellos desde luego no está el Reino Unido, parecen haber conseguido por el momento preservar la fortaleza de sus instituciones frente a las turbulencias sociales y políticas.

Los grandes países de la costa mediterránea, por el contrario, se muestran vacilantes y a duras penas mantienen un mínimo equilibrio. Con una economía en serios aprietos, en los últimos años a los españoles nos ha dado por cuestionar la Constitución, la monarquía, la estructura del poder territorial y una larga lista de asuntos de la máxima importancia, sin ser capaces de entablar un debate civilizado y constructivo. Mientras, hemos descuidado por completo el funcionamiento normal de las instituciones básicas del Estado y andamos enzarzados en trifulcas que no conducen a ningún sitio, pero distraen la atención. Hasta nos hemos olvidado de actuar en coherencia con nuestra declarada fe democrática.

Las próximas elecciones catalanas son el ejemplo más cercano de esto último. Aunque se trata de unas elecciones autonómicas, las vivimos como unas generales. Son anticipadas, convocadas a conveniencia de los partidos del Gobierno de la Generalitat meses antes de que finalice la legislatura del Parlamento catalán. Como candidato del PSC ha sido designado, no elegido en unas primarias, Salvador Illa, que, tras negar ante los medios que lo sería solo unas horas antes de hacerse público, ha anunciado que seguirá al frente del Ministerio de Sanidad hasta el primer día de la campaña electoral, solapando la gestión de la peor crisis sanitaria de la historia de nuestro país con la actividad propagandística. La ministra de Trabajo ha reaccionado sugiriéndole que reconsidere su continuidad en el Gobierno, argumentando que ya estamos, implicándose ella misma en la lucha por el voto catalán, en campaña electoral, cuando la ley reduce su duración a los quince días previos a la jornada de reflexión. La opinión pública ha respondido, pero no el PSOE, que promociona la compatibilidad de la candidatura de Illa con su permanencia en el Ministerio.

El ejemplo de las elecciones catalanas es de una magnitud muy inferior a la Presidencia de Trump en relación con el estado de la democracia en ambos países. Pero las dos son formas de actuar que se desentienden del respeto a las reglas democráticas, apuntan en la misma dirección de manipular las instituciones al antojo del político y producen el efecto de menoscabar la confianza de los ciudadanos. A veces da la impresión de que hemos perdido la noción de lo que es una democracia y de lo que conlleva su práctica, en la alta política y en la pequeña y rutinaria. No puede extrañar que los partidos españoles no hayan reaccionado a los sucesos de Washington cerrando filas de una vez en torno a la democracia, sino lanzándose acusaciones mutuas de complicidad con el trumpismo. Como en Estados Unidos, las instituciones políticas españolas están rodeadas de populismos, de derechas, de izquierdas y nacionalistas, encelados en el juego del poder. El asalto al Capitolio advierte que los enemigos de la democracia han decidido dar un paso más. La inmensa mayoría de los españoles se confiesa demócrata. Y la democracia, cuyo principio supremo es la igualdad política, es cosa de los políticos y también de los ciudadanos. Cada uno en su papel. Debemos tenerlo muy presente si no queremos que se nos extravíe definitivamente.

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