Hubo un tiempo no muy lejano en el que en esta región los fondos europeos se destinaron a construir boleras con la insistencia machacona y “ostinata” de un tempo del Bolero de Ravel. Hoy, con los dineros de la reconstrucción europea asolada por la pandemia, nos hemos olvidado de las boleras ravelianas y preferimos llenar la región de parques eólicos, como si plantar molinos en cada cordal fuera a acarrear un cambio de vientos económicos. Como siempre ocurre, ganarán las grandes eléctricas, y la región, que pasa de exportar energía a ser deficitaria, sufrirá un nuevo apagón. Deberán darse prisa en amurallar de aerogeneradores el horizonte: al paso que va la sangría demográfica, el Instituto Nacional de Estadística acabará sumando menos asturianos que osos contabiliza Somiedo; y todo el territorio autonómico se convertirá en naturaleza protegida. Y la normativa autonómica no autoriza sembrar huertas eólicas en parques naturales.
Pretendemos también en esta nueva era subirnos al tren del hidrógeno, que lo mismo llega más rápido que el AVE. Se trata del elemento químico más abundante en el Universo, en su versión verde. Pero para disputar esa carrera nosotros partimos descalzos y los vascos llevan semanas en zapatillas de trekking. Y no parece el Gobierno asturiano un Abebe Bikila trotando ligero sobre el empedrado de la vieja Roma olímpica.
Dicen que este modelo de producción energética es la piedra filosofal, el santo grial para la lucha contra el cambio climático, el Don Limpio del mercado ecológico. Nos lo venden como la apuesta más limpia para darle la puntilla a la transición necrológica del carbón. Nos van a examinar de la tabla periódica, pero mientras unos están ya en la del nueve, nosotros seguimos en la del dos. Es más sencilla la apuesta de los molinos, que aquí somos muy quijotes.
