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La obstrucción mental

El desarrollo de las teorías de la conspiración

Marta y María, a unos dos metros, en la mesa próxima, se bajaban las mascarillas cada vez que bebían. Tomaba yo unos rayos de sol que me bañaban la cara, con los ojos cerrados, mientras me concentraba para respirar a través del embozo. Enseguida me olvidé de mi agobio. Tan inquietante y asombrosa era la conversación que se traían, una centrada en el estudio de las patologías sociales mientras la otra en un enfoque psicológico más individual, aunque entrecruzaban sus datos. Su charla discurría con lectura de anotaciones, una especie de trabajo de fin de carrera.

Marta se felicitó por el título elegido para su memorándum: “Obsesión. Congestión. Destrucción”. Y María subrayó el acierto de haber descubierto tres patologías sociales, conectadas y escalonadas, todo un hallazgo sobre los hábitos sociales y los cambios conductuales durante la pandemia.

Según ellas, el denominador común, en casi el 100% de la población, era la indignación. Todo el mundo se indignaba por algo, aunque cambiara mucho el grado. María recalcó lo curioso de que la población se dividiera en dos 50% casi exactos, unos se indignan con talante convergente y los otros de manera divergente. Estaba claro el criterio, una parte de la población estaba a favor de los gobernantes y en contra de algún enemigo quizá real o quizá imaginario (los jóvenes, los pasotas…) y la otra mitad concentraba su energía en aborrecer a los gobernantes. Y estos últimos, canalizados, al parecer, por la ideología, por la territorialidad y por un tercer componente extraño.

Marta subrayó que el 88% de los indignados denunciaba una saturación informativa, para algunos más por repetitiva y para otros por manipuladora. Y María cerró el argumento al indicar que después de unos meses, dos tercios de los saturados desarrollaban algún tipo de obsesión. Lo dijo con mayúsculas y recalcó cómo estas obsesiones pasaban a tener secuelas patológicas. Depresión, irritabilidad continua e ideas neuróticas. Las farmacéuticas se estaban forrando, comprendí rápido.

Curiosamente, un 20% de la población se mantenía a salvo de la intemperie. Su virtud fundamental era la resiliencia. Se trataba de personas entrenadas por la vida. El fantasma obsesivo no tenía aquí nada que hacer.

De la obsesión pasaron a hablar del segundo escalón, la congestión. Dijeron que el 25% había desarrollado el síndrome Todo/Nada. “Todo se hace mal, nada se hace bien”. Las palabras todo/nada se usaban como talismanes en un sentido oculto y profundo. Habían llegado las dos a la conclusión de que esa obsesión llevaba a la obstrucción mental, una congestión superlativa. Y más que con fármacos, aquello cursaba con comportamientos sociales anómalos. María subrayó que la persona congestionada ha dejado de entender discriminatoriamente los hechos, y, desbordada afectivamente, no puede dejar de intentar entenderlos. Entonces, los afectos positivos se reducen al mínimo vital y la humanidad en general pasa a ser odiosa, porque no se entera de lo que está pasando de verdad. “La gente es idiota y ojalá que lo pague como se merece”.

Y Marta completó la idea. Junto a esa misantropía patológica, aparece un mecanismo de defensa que viene a dar claridad a lo que está oscuro. Como toda la gestión política son simulacros, falsedades, trampas… esa claridad se manifiesta como saber dogmático, y tiene carácter esotérico, porque son unos pocos los que sí se enteran. Y la idea de la gran conspiración es la más atractiva.

Los partidarios de la conspiración, cada día se vuelven más antisistema. El virus ha sido creado artificialmente, los acontecimientos han sido tramados por un núcleo de líderes mundiales, quienes mueven con sus hilos a los gobernantes. Y María continúa enfatizando que las redes sociales son aceleradores de este proceso: las proclamas negacionistas se multiplican. “No hay que vacunarse. ¡Qué pretenden obligándonos!”. Los científicos estarían comprados, pero algunos no se venden y lo dicen a las claras: “¿Pandemia? ¿Qué pandemia? Lo que hay es una dictadura mundial. Y en el futuro pretenden mantenernos así, sin libertad”.

Entonces Marta dice que es ahora cuando se produce el paso al tercer escalón. Esta población radicalizada, con determinados contextos confluyentes (el paro, la frustración perenne…), da lugar, en un porcentaje importante, a los destructivos, y María los define como los guerreros salvadores violentos, dispuestos a la lucha aniquiladora, como única salida en un mundo que ha roto todo esquema de salvación posible.

Tuve que levantarme, era la hora, había quedado con mi mujer. Me hubiera gustado intervenir y plantear dudas que tenía. Por ejemplo, la clase política, la gran protagonista, aparecía con una función superior evidente, porque, además de gestionar recursos, ahora debería haber tomado una decisión cohesionada en nombre del conjunto. Me esforzaba por recordar algún intento de plan general consensuado, quizá no había sido posible. Marta y María podían saber algo. También preguntaría por qué aquí no se había seguido el modelo exitoso de algunos países, que han mantenido a raya a la pandemia, aislando a los contagiados y mediante una detección exhaustiva. No creo que fuera por no saber cómo hacerlo. Seguro que fueron motivos democráticos. Trataba de animarme pensando que era un orgullo nuestra democracia. Ahora empezaba a pensar en las patentes farmacéuticas y en los derechos sagrados de los negocios, la base para que todo funcione. Y pensaba que no hay que sobredimensionar el peligro de morir. Se muere todos los días y cualquiera daría su vida por salvar la libertad, o sea, la democracia.

Llegué a la hora. Allí estaba ella esperándome. Eso era ahora lo importante. Me sorprendió su saludo: ¿Sabes cómo una democracia no degenera en partitocracia?

¿A qué venía una pregunta tan inquietante, con todo lo que está cayendo?

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