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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Diminutivillos para viejecillos

El proceso de infantilización al que se somete a los jubilados

Les voy a facilitar hoy un método infalible para conocer si usted ha entrado ya en la vejez, en la ancianidad, en la edad tercera, en la dorada edad, en la masa imsersa, en la cuesta abajo en su rodada. Eso de “persona de avanzada edad” nada aclara como definición, aunque lo pongan los diccionarios. Porque ¿cuánto es “avanzada”? También da igual cómo se perciba uno: si los demás lo ven viejo, viejo se queda. El Nobel García Márquez –siendo ya cincuentón– se sentía una mañana como un brazo de mar, gallardo, pintonazo y reluciente, alegre y lozano. Se fue al parque a disfrutar la primavera, vestimenta juvenil, ágil… cuando llegó hasta sus pies una pelota con la que jugaba un niño. Se la entregó sonriente y escuchó como la mamá le preguntaba quién le había devuelto la pelota. “Aquel viejito de allá”, le respondió. García Márquez –el antes brazo de mar, gallardo, pintonazo, reluciente, alegre y lozano, juvenil y ágil– concluye su cuento hundido en la de pronto avejentada miseria: “Ese viejito era yo”.

¿Y cómo darse cuenta? Aquí llega mi infalible método. Veamos. Tengo 67 años. No tengo ni 6 ni 7. Tampoco 76. Tengo los que tengo, pues nunca estuvo “en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí” (esta cita sí es del Quijote: no como las de tantos memes memos que infectan la Red). No soy “viejoven”, qué espanto de palabro. Soy, en afortunadísima expresión de una colega, “de los jóvenes de los mayores”. Pues bien, sabré que he pasado a la siguiente fase etaria en cuanto comience a llover sobre mí el proceso de infantilización a que se somete a los viejos. Con toda la buena intención, con mucho cariño, con tal y cual y Pascual: pero infantilización al fin y al cabo. ¿Y cómo reconozco ese paso? Nada más fácil.

Prestemos atención a estos tres puntos. (1) Si se dirigen a uno en primera persona de plural, (2) si se dirigen a uno con abundancia de diminutivos, (3) si se dirigen a uno llenándolo de exclamaciones y muletillas… entonces, amigo lector, o es usted un niño o ha entrado en la senectud a los ojos del prójimo. Voy a poner un ejemplo de esa infantilización, basándome en lo inevitablemente oído en consultas médicas con pacientes separados solo por biombos o paredes de papel declarando sus males al sufrido y querido y admirado y humillado, ay, tantas veces personal sanitario. Pero valdría para cualquier otra situación profesional (profes recibiendo a abuelos cuidadores, masterchefs encaminándote a la mesa…). Hecha la salvedad, vamos con el ejemplo sanitario. Si uno es adulto, lo instruyen así: “Pase, desnúdese y deje ahí su ropa, póngase este camisón y espere a que vuelva a buscarlo. Es una intervención breve que no duele. Así que relájese”. Pero si uno es viejo, escuchará lo siguiente: “¡Holi, holiiii! A ver, a veeeer, pasamos por aquí, muy bien, ¡bravo!, ¡así se hace!, ahora vamos a quedar en pelotíbiris y dejamos la ropita en esta sillita, ¿de acuerdo, campeón? Nos ponemos este pijamita de florecitas que nos queda molón, molón; uy, uy, uy, pero ¡qué bien lo hacemos, así da gusto! Ya estamos acabando, listos para el despegue, je, je, je; nos quedamos aquí mismito, que vuelvo yo enseguidita, ¿eh, buen mozo?, no te me vayas a escapar. Y además te voy a decir un secretito pero que quede entre tú y yo, ¿me lo prometes, porfi? No te van a hacer pupita, palabrita del niño Jesús. Y te digo yo que ni te enteras, en un pispás te vas para casita más sanito que una manzanita”.

Yo estoy de acuerdo con Paul Morand cuando dice que la vejez se vive bajo el signo menos: se es cada vez menos inteligente, pero cada vez menos tonto. Por eso, cuidadín con los diminutivos, pues dan ganas de responder: “Mire, soy viejo, pero no gilipollas”.

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