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La recta final

Adiós a un curso más de politiquería que de política

Llegan las vacaciones más deseadas. Los políticos se dispersan y los ciudadanos se relajan. En las semanas que vienen no habrá más novedad destacable que algún anuncio del gobierno. El curso político concluye con un balance regular. Sobresalen los problemas y cabe señalar escasos resultados. Persiste el enredo de los partidos en sus escaramuzas tácticas y las palabras vanas. Falta un horizonte bien definido hacia el que los españoles puedan levantar la vista y sentirse atraídos. Al contrario, en nuestro futuro se presentan incertidumbres que producen notable desasosiego.

A la vuelta del verano, la política nacional enfilará el último tramo de la legislatura. Tras superar una fase de visible zozobra, el gobierno ha confirmado el apoyo de los nacionalistas y ha ganado la estabilidad que necesita para dar continuidad a su gestión, que a partir de ahora consistirá ante todo en cumplir los trámites para recibir los fondos europeos y repartirlos convenientemente entre los sectores económicos y las comunidades autónomas. Deberá soportar una fuerte presión del ejecutivo catalán, sobre todo, y también del vasco, pero es previsible que consiga la aprobación de los presupuestos para el próximo ejercicio. Los indultos, como hecho consumado, forman ya parte del pasado. Los argumentos, certeros y falsos, están agotados y el alboroto va cesando poco a poco. No parece que la revisión judicial vaya a encender de nuevo la polémica, poniendo al gobierno en un delicado brete. La moción de censura que Ciudadanos y Vox proponen al PP tampoco cuenta con una mínima posibilidad de salir adelante. Los partidos nacionalistas tienen interés en mantener un gobierno que se muestra generoso con ellos y Pablo Casado no está dispuesto a encajar esa derrota segura con las encuestas a favor.

La política de bloques proporciona al gobierno una estabilidad mayor de la que podía suponerse con la composición actual del Congreso. La coalición parlamentaria que votó la investidura de Pedro Sánchez es una amalgama de fuerzas muy dispares, pero se compacta ante la presencia amenazante de los grupos de la derecha, cuyo acceso al poder pretenden evitar a toda costa. Aún así, aunque no haya motivo por el que el gobierno deba temer su caída y lo que reste de legislatura discurra con paso firme por el camino trazado, la decisión de los votantes en las próximas elecciones estará muy influida por la percepción que tengan de la economía y de Cataluña, dos asuntos que han tomado un cariz muy problemático.

Los independentistas catalanes exigen que el conflicto político planteado por ellos mismos se resuelva mediante la celebración de un referéndum en Cataluña. Sea una convicción profunda o un simple señuelo, la petición del derecho de autodeterminación por el gobierno catalán es un enorme problema de difícil solución a corto plazo. En cualquiera de ambos supuestos, la negociación tendrá un coste muy elevado para el resto de España. En los movimientos previos al inicio de las conversaciones, el hecho palpable es que Cataluña, políticamente, ha consolidado su estatus de interlocutor y crece, mientras el Estado se muestra vulnerable en su flanco gubernamental. Al descartar rotundamente el referéndum, Pedro Sánchez ha querido frenar a los independentistas y, a la vez, neutralizar a la derecha, pero esto implica jugar con varias barajas y así la cuestión catalana se está convirtiendo en una intriga de final impredecible.

La economía también está llena de incógnitas. Se augura una recuperación rápida, seguida por un ciclo de crecimiento acelerado. El gobierno ha proclamado que España se dirige a una transformación histórica que traerá riqueza, bienestar y buenas perspectivas. Pero la preocupación más inmediata de los españoles es la evolución ascendente de los precios de la luz y de la gasolina, el incierto futuro de las pensiones y las cifras desbocadas de las cuentas públicas. En la opinión pública va cuajando la idea de que los acuerdos que tanto se publicitan no arreglan los problemas, sino que los aplazan. Véase, por ejemplo, el caso del empleo de los jóvenes.

La política española es poco productiva. Suele perderse entre palabras gruesas y disputas infantiles. Sucedió de nuevo en la sesión plenaria del miércoles, esta vez a propósito de la trabazón que existe entre la democracia y la ley. La escena tuvo tintes tragicómicos, pero mientras nadie aportó ninguna novedad sobre Cataluña. Muchos políticos españoles abusan de la demagogia, la manipulación y los discursos que no sirven para nada, salvo para enconar la vida pública y evadir responsabilidades.

La política contaminada de tales vicios no es respetuosa ni útil para los ciudadanos. Y nada hace pensar que en el tormentoso final de legislatura que se avecina vayamos a pasar de repente de la politiquería a la política.

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