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Javier Gómez Cuesta

Paquín, el cardenal

La capacidad resolutiva, la finura de espíritu y la cercanía de Francisco Álvarez

Con este sobrenombre cariñoso y afectivo conocimos en la iglesia de Asturias a don Francisco Álvarez que, con sorpresa aprobada y merecida, llegó a ser cardenal de la Diócesis Primada de Toledo.

Desde que comenzó sus estudios de seminarista, se le llamó y se le mencionó así por la mayor parte de los sacerdotes que le conocimos. Por su figura ágil y delgada, apenas comía para mantenerse, por su finura de espíritu y por su manera de hacer las cosas, siempre agibílibus y práctico, buscando solución a cualquier problema o situación enojosa que se le presentara.

Nacido en Ferrones (Llanera) e hijo de padres maestros, entró en el seminario acabado el bachiller. Finalizados sus estudios en aquellos años de hambre de la postguerra española –de cuyo curso numeroso viven gozosamente, con setenta años de sacerdocio encima, Elías Fernández Espina que fue sacerdote castrense; Avelino García Rodríguez, que fue párroco de La Caridad, y Rodrigo Suárez, capellán del Hospital, que fueron ordenados en 1950–, su primer nombramiento fue “paje” acompañante, juntamente con Fidel Ibáñez, del arzobispo Javier Lauzurica, aquel corpulento vasco españolista que había tomado posesión de la diócesis poco antes y de cuya personalidad acusada, primaria y resolutiva –reformó la catedral, Covadonga, el seminario, recuperó el palacio episcopal, y que se presentaba inesperadamente con su “Packard” en cualquier parroquia a visitar al cura…–, da testimonio su báculo, anillo y pectoral que se custodian en la catedral. Compárese con los de madera que portan ahora el papa Francisco y muchos obispos. Entonces los obispos tenían mucho de señores feudales y necesitaban personas de confianza que estuvieran muy atentos y pendientes de los quehaceres de la misión del obispo. Fidel y Paquín lo hicieron maravillosamente.

Pronto comenzó don Javier, ya arzobispo ovetense desde 1954, a evidenciar síntomas de una enfermedad que se manifestaba en ausencias, desmemorias, acciones imprevistas. No era fácil hacerle caer en la cuenta y volverle a la realidad. Era entonces cuando don Francisco acertaba a paliar la situación y volver las cosas a su camino. Desde entonces, el arzobispo, podemos decir, que gobernó la diócesis a través de su fiel acompañante, al que nombró canciller secretario. Cabe hacer la comparación, que se portó con él como un hijo con su padre.

Con esta nueva misión de alta responsabilidad y sabiendo que todas las cosas importantes y decisivas pasaban por él, siguió siendo para todos Paquín, por su cercanía, por su interés en la ayuda y solución de lo que le presentabas, por la confianza que despertaba. Ahora que se sabe de la devoción del papa Francisco a la advocación de la Virgen Desatanudos, podemos decir que Paquín era un fiel emisario de este quehacer de la Virgen. Algunos nudos tuvo que desatar.

Al final, la enfermedad del arzobispo se acusó y tuvo que pasar largas temporadas en Madrid, donde falleció en 1964. don Francisco le acompañó en todo momento. Aprovechó el tiempo de ausencia para cursar estudios de Derecho Canónico.

Vuelto a la diócesis, y nombrado ya nuevo arzobispo Tarancón en 1964, recuperó su misión de canciller-secretario, teniendo colaborador a don José Fernández Martínez como vicecanciller. Años antes, el arzobispo coadjutor don Segundo García de Sierra, había convocado un concurso a parroquias que provocó malestar y descontento en la asignación de las mismas. Con su conocimiento y su haber hacer y su discreción fue remediando muchos de los rotos que produjo el discutido y criticado concurso.

Por cierto, don Javier Lauzurica supo tener buenas relaciones con familias y personas renombradas de aquella Asturias cincuentenaria. A algunas les nombraba capellán particular. Ahora que está frecuentemente en los medios de comunicación, una de esas familias a las que visitaba en su estancia de verano, era los Selgas-Fajalde. Don Francisco, que le acompañaba siempre, entabló con ellos una gran amistad de la que he sido testigo del afecto y aprecio que le tenían, como de la valía de su criterio y opinión para importantes decisiones de ellos.

Paquín fue siempre Paquín, aunque le añadiéramos luego “Paquín, el cardenal”. Así hemos hablado siempre con agradecimiento de él en esta diócesis, donde dejó buen recuerdo y dio muestras de ser buen gobernante. De don Javier no heredó ni copió ninguno de sus modos y maneras principescas, sino todo lo contrario, a no ser su manera decidida y pronta de tomas determinaciones, de afrontar iniciativas y de resolver situaciones. Además y sobre todo de su cercanía.

En lo que sí tuvo también parecido fue en la enfermedad final. A sus setenta y nueve años, todavía pudo asistir al conclave de abril del 2005 en que fue elegido Benedicto XVI, pero ya dio indicios del mal que padecía y que muy lentamente. Tal como se portan estas enfermedades, a lo largo de 16 años, hasta sus noventa y seis, le fue llevando y deteriorando en sus facultades, cuidadosamente atendido y asistido en Madrid, hasta su muerte ahora acontecida.

No se olvidó nunca de su Ferroñes natal a cuya parroquia atendió y dotó de imágenes y sagrario, haciendo también gala de ser llanerense, recibiendo con agrado dedicación de calle y parque de la villa y título de hijo predilecto y teniendo como amigo cercano a su párroco José Julio.

Hay diminutivos aplicados a las personas que definen su personalidad. Aún ataviado de cardenal, que lo merece por su sentido eclesial, su fraternidad sacerdotal y su dotes de gobierno, para los sacerdotes asturianos será siempre afectuosamente Paquín, eso sí, añadiendo “el cardenal”.

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