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Carlos Fernández

Un dedo de whisky

El paraíso en los Oscos

Las navidades se fueron, llegó la bendita rutina, pero nos queda el recuerdo. Desperté con mal sabor de boca, maldita Nochevieja. Pero el champagne aragonés (perdón, hay que llamarlo cava aunque sea el mismo producto) que me habían regalado era excelente, ideal para aligerar el tedio de los días. Preparé mi desayuno; era festivo, tocaba también mantequilla. No era como la de la infancia, envuelta en berza, mazada por aquellas mujerinas del Fontán que la vendían en los soportales de Casa Pedro, y le marcaban las rayas con la peineta con la que anclaban el moño, pero era de la Central; no estaba mal. Había sobrado un culín de cava de la última botella. Vendría bien para luchar contra el clavo y darle a la mañana un aire monegasco; con Grace en la mesa, eso es. Churchill desayunaba Johnnie Walker con huevos fritos y tocino y había llegado a los 90. Conecté la radio para oír las noticias. Eran muy malas. Como siempre. Tragué el último buche de café; tenía el toque acidín. Alguien en Pravia lo había elegido bien y tostado en su punto. Cerré el dial, ya era suficiente. El asunto de Ucrania pintaba mal. Me vestí. Tenía unas buenas botas (todo el que haya hecho la mili sabe la importancia de este asunto). Calé el sombrero de lona y salí.

San Martín de Oscos está emplazado en un llano engañoso; parece, pero no lo es. Elegí la carretera que va a Pesoz (aquí no hay coches ni ruidos, como mucho algún tractor cansino y el troc-troc del recatón metálico de mi bastón, comprado en Arenas de Cabrales, como debe ser); durante un buen trozo pica para abajo, y uno es un hombre normal, que opina que los que se castigan el cuerpo tienen algún problema, pues rechazan compartir un martini seco con una mujer fatal mientras suena Charlie Parker, y optan por reventar los ligamentos.

El sol comenzó a brotar sobre los montes de Allande, a lo lejos, a la vez que en mi mp3 arrancaba “Moon River”. Conjunción de constelaciones, como dijo no sé quien. El oxígeno era transparente como el agua, y observando aquellas praderías suaves e inacabables con vacas tumbadas rumiando en paz y los montes cubriendo su desnudez con mantones de Manila de rameados verdes pensé que Taiwan y la China continental quedaban muy lejos. Que se arreglasen sin nosotros. Un poco después, desde el alto del valle, observé el Puerto del Acebo con sus hélices moliendo la atmósfera, sacando energía de la nada. Más lejos, cerrando la vista, la Sierra de Los Ancares. Me acordé de “Memorias de África”, sólo faltaba el tren, la Blixen y los cazadores blancos. La inmensidad de esta tierra de Oscos hace temblar las piernas al caminante por cauterizada que tenga la corteza del alma. Algo así debió de sucederles a Adán y Eva tras el cóctel de manzana con culebra.

El paraíso de Oscos no quita la brutalidad de la vida ni resuelve el problema de tantos traficantes de ideas y de hombres, pero ayuda a ser algo fajador. En definitiva, nada se arregla, pero siempre queda caminar y al anochecer notar el resquemor de un dedo de whisky imaginando cómo abrazará la clienta de Tíffany’s.

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