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Pablo Luis Álvarez

El museo magnífico

Una propuesta para el Bellas Artes

Fue de niño, en el Museo de Bellas Artes de Asturias, donde tuve mi primera experiencia de rebeldía intelectual. Lo recuerdo perfectamente. Nos habían llevado las monjitas, como yo les decía cariñosamente –era, por qué negarlo, un chavalín más bien repipi– a la que, para muchos, era nuestra primera visita a la pinacoteca. Era una de esas salidas escolares que le libran a uno de conjugar los verbos o de repetir como un lorito que el “objeto es donde recae la acción del verbo” –si en España se enseñase sintaxis cuando tenemos edad para verdaderamente comprenderla, seríamos un mejor país.

Se trataba de un recorrido guiado por las salas de un museo. El guía tendría probablemente la edad que tengo ahora, unos 30 años. Llevaba un polo de color oscuro. Nosotros, una camisa de color espantoso: “amarillo pis”, lo bautizó nuestro gracejo infantil. Empezó a hablar:

“Habla raro” / “¿Qué dice?” / “Quita, pelma, que no veo” / “Tsssss, vosotros dos ¿os calláis?” “Mira, ¡una teta!” / ”Que te quites, jobar” / “Si no os calláis, este señor acaba y nos marchamos”.

Desde luego, el tipo no exudaba auctoritas pedagógica y nos costaba bastante escuchar lo que decía. Pero al fin, llegamos a lo bueno: Carlos II a los 10 años, de Juan Carreño Miranda –“Qué feo” / “Ese salía en los tazos” / “Parece una chica” / “Feísimo, tío”–. A mí me encantó, y es probable que por eso recuerde todo esto tan bien. Detrás de aquel niño-rey, mustio y solitario, dos cabezas de águila que adornaban el marco de unos espejos parecían conspirar. Y entonces pregunté: –¿Están hablando de él?– la pregunta no era baladí. ¿Estaba Carreño Miranda mostrando simbólicamente el clima de conspiración y conjura que reinaba entonces en palacio? Ojito con el guaje.

Parecía ser que no: “Eso es una interpretación tuya muy personal”, me dijo el señor del polo. Yo no supe decir nada. Me callé. Me puse rojo. Yo sacaba buenas notas y el señor este del polo me había humillado. Así que hablé: “¿Y la tuya no lo es?”. “Hala, chaval” / Risas / “El Pablo, tío”.

Me gusta empezar con un pequeño relato, a menudo un recuerdo infantil, cuando voy a decir algo polémico. Es una estrategia retórica como cualquier otra, la cual decido hacer transparente aquí. Lo que intenta significar, en esencia, es que vengo de buen rollo.

Fijémonos en lo que encierra este encontronazo con el señor del polo, que en esta viñeta costumbrista está aguando mi fiesta hermenéutica con Carreño Mirada: ¿Son todas las interpretaciones de una obra igualmente válidas? Si lo son, ¿no nos sume esto en la anarquía interpretativa? ¿Hay interpretaciones serias e interpretaciones descabelladas? Y si esto es así, ¿quiénes lo deciden? ¿son sus interpretaciones puras y desinteresadas? La cosa se complica cuando nos metemos en la crítica: ¿en función de qué se loa o se desprecia una obra, sea artística o literaria? ¿Acaso toda crítica artística no guarda en sí una definición teórica de lo que es el arte? Y esa definición, ¿a quién favorece?, ¿a quién mantiene en el poder? ¿Quién tiene acceso a ella y, por lo tanto, acceso también a la posibilidad de enunciar un juicio crítico? A estas y otras preguntas, todavía fundamentales para la teoría del arte y de la literatura, se dedica hoy aquel niño.

Cuento todo esto para hablar, ya brevemente porque no me da el número de palabras, sobre la entrevista a Miguel Falomir, director del Museo del Prado, que este periódico publicó hace unos días. Vayan por delante dos observaciones preliminares: entiendo que en una entrevista no se puede hablar de todo y nada de lo que diga debe leerse como un ataque particular hacia alguien. Atendamos, más bien, a lo que sugieren las palabras.

La entrevista empieza fuerte: La colección del Bellas Artes se nos presenta magnífica y un magnífico depósito acaba de recibir del Prado. A mí esto ya me pone los pelos de punta. ¿Por qué es magnífica? Esto no se explica. Por qué tiene valor, qué hace que sea buena, es una cuestión esotérica reservada para el intelectual. Igualmente, la conversación parece centrarse en si el cuadro tal o el cuadro cual está o no está en Asturias, si queda o no queda bien en la colección del Bellas Artes. ¿Qué significa “quedar bien” en un museo? Entiendo que a esta aparente simpleza no se pueden reducir las tareas de conservación de un centro de arte; que tiene que haber un criterio sesudo y sofisticado detrás del “quedar bien”. Tampoco se explica.

En una comunidad donde no hay un Kunsthalle –quizás lo más parecido sea el Valey de Piedras Blancas– y donde nunca ha tenido el afecto de los ciudadanos un espacio como LABoral, tenemos como principal institución artística un museo joven (como así lo indica el propio Falomir) que nace viejo. Eso no es culpa de nadie y sé bien que su director hace grandes esfuerzos por sacarlo a la calle y que no sea únicamente una caja donde se guardan cuadros. Pero si las conversaciones se siguen centrando en la calidad de sus colecciones, en su carácter magnífico, en si son o no completísimas o les falta algo, perpetuamos un paradigma del museo como lugar donde vemos cuadros y no sucede nada más –y entonces dejamos de ir al museo. Recordemos que hasta 2018, Alfonso Palacio estaba solo. Ahora el museo tiene la friolera de dos conservadores y un departamento de educación formado por una sola persona. Mientras tanto, quienes optan por estudiar Historia del Arte (esa disciplina que está claro que a nadie importa), o cualquier carrera relacionada con la gestión cultural, tienen que poner cafés en los bares del Antiguo y mendigar prácticas, remuneradas o no, a las galerías privadas que, no con poco esfuerzo, son a menudo el único lugar donde puede haber algún tipo de expectativa profesional en el mundo del arte. Todo esto sucede mientras seguimos hablando de colecciones exquisitas, nos peleamos por cuadros cuya existencia sólo conocían los eruditos, celebramos por todo lo alto las donaciones del coleccionista privado y seguimos gastando el dinero en obras de arte cuya calidad se nos presenta como evidente y a nadie se le explica. ¿Es una locura soñar con un Museo de Bellas Artes para Asturias que tenga un departamento de Comunicación y una cuenta de TikTok? Qué vulgaridad, ¿verdad? Pues el Prado tiene una, y también los Uffizi. ¿Cómo sería nuestro museo si su departamento de educación tuviese cinco trabajadores? ¿Y un programa de formación profesional? Eso sí que sería, ojalá, un museo magnífico.

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