La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Fernando Granda

Desfile en Oviedo en un viaje alucinante

Memoria del recorrido de una compañía de legionarios por varias ciudades en el verano de 1972

El desfile por las calles de Oviedo fue casi el colofón de un viaje alucinante. Una compañía del Tercio Gran Capitán, Primero de la Legión, con sede en Melilla, desfilaba en junio de 1972 por la ancha calzada de lo que hoy es la calle Calvo Sotelo hasta la plaza de La Gesta. Casi un centenar de legionarios había llegado a tierras asturianas procedentes de Baracaldo donde días antes había desfilado para conmemorar la muerte de un antiguo compañero.

La estancia en la capital asturiana fue breve y prácticamente consistió en un desfile junto a miembros de otros cuerpos castrenses. Habíamos atravesado parte del País Vasco, Cantabria y los más del centenar de kilómetros que separan Bustio del cuartel del Milán, sentados en unos tablones de madera instalados en unos camiones militares que nos dejaron el cuerpo maltrecho de tanta curva, tanto bache, tanto rebote sobre la tabla a los largo de unos trescientos kilómetros bajo una lona que solamente nos libraba un poco del sol. Cada uno íbamos pertrechados con su equipamiento completo, fusil Cetme, cartucheras, mochila, cantimplora con agua, etcétera, además de un bocadillo de embutido para comer. Solamente paramos en Quijas, después de atravesar Torrelavega, para “para cambiar el agua al canario” y orientarnos después de tanto bote, tanta curva y el sopor de un viaje “tan cómodo”.

Culminábamos un viaje de exhibición por diversas provincias que nos llevó durante un mes por vías secundarias y a horas intempestivas, alojándonos en algunos campamentos/cuarteles mal utilizados de forma temporal para maniobras y ejercicios de instrucción. Llegamos a Madrid para el desfile de la Victoria a finales de mayo, nos instalamos en Alcalá de Henares en donde la hierba levantaba unos cuatro palmos y trabajamos una jornada para instalar literas y adecentamiento de los barracones. Nos trasladaron el día 30 hasta un paso subterráneo de la calle María de Molina junto a la Avenida del Generalísimo, a donde llegamos poco después de las siete de la mañana para desfilar en torno a las doce del mediodía. En esa larga espera hubo algún que otro “incidente” al encender algún veterano un camuflado “canuto” de kifi para resistir la espera de pie en una mañana soleada. Y cuando llegó la hora de realizar el recorrido el desfile legionario fue un desastre digno del “ejército de Pancho Villa” porque la velocidad y los pasos del Tercio son mucho más rápidos que las de la mayoría de los cuerpos del Ejército y los altavoces siguieron sonando a pesar de que los “legías” llevaban su banda de cornetas y tambores marcando su paso. Al nivel de la tribuna de autoridades (Franco, el entonces príncipe Juan Carlos…) cada legionario levantaba un brazo y daba un paso a un ritmo diferente, unos siguiendo a la banda y otros al ritmo más lento de la música de los altavoces. Tras el caótico desfile la bronca al volver a Alcalá fue monumental por lo que fuimos acuartelados hasta la partida nocturna para Barcelona.

El tren hasta la capital catalana también fue curioso, con paradas irregulares en mitad del campo para dar paso a los trenes nocturnos. Tres días en la Ciudad Condal con visitas “al barrio chino” y un desfile en una mañana calurosa en un apartado barrio lleno de cuarteles cuya ubicación local no recuerdo. Y de Barcelona a Navarra en otra noche eterna por vías secundarias. En El Carrascal, campamento utilizado para ejercicios de las compañías de Montaña y alguna que otra maniobra, permanecimos una semana en las cercanías de Pamplona, donde las pandillas de “legías” con permiso diurno organizaron más de una trifulca, con heridos pero silenciada por los medios.

Seguimos luego a Burgos donde nos instalaron en un cuartel del barrio del Gamonal. Los días burgaleses fueron de descanso para aquella Segunda Bandera salvo para la compañía que habría de acudir a Baracaldo y luego a Oviedo, en unos trayectos incómodos y el primero de ellos arriesgado por desfilar en una localidad hostil al Ejército fundado por Millán Astray y Franco.

De vuelta a Madrid, nos metieron en un tren que arrancó casi de madrugada, recorrió distintas vías periféricas por el entramado ferroviario de la capital, paradas sin bajada en estaciones obsoletas y abandonadas y ya, por la tarde, iniciamos la marcha hasta Málaga. La sed, el hambre y el calor hicieron que la tropa casi deshidratada intentase bajar al campo en cada inusitada parada. Pero los cabos primeros y sargentos impedían todo intento. Claro que al llegar a Valdepeñas, tierra de vino, y ante la presencia de asombrados viajeros que poblaban la estación, muchos soldados lograron bajar al andén y con hebillas y algún que otro artilugio consiguieron abrir las trampillas de las conducciones de agua, tirarse al suelo y sorber el barro que manaba de unas tuberías corroídas por el óxido y la no apertura en años de aquella red. El espectáculo era dantesco: soldados asfixiados tirados en el suelo para intentar beber una agua sucia y marrón que no aguantarían ni los renacuajos.

Terminábamos así en el puerto malagueño un nocturno y alucinante viaje “a la Península” que comenzó hace medio siglo con un mareo colectivo en las bodegas de un buque de transporte de tropas, con unos doscientos cois para dormir/descansar, y finalizó con otro mareo general y unos cuantos arrestados por organizar “alborotos” al fumarse bastantes camuflados “canutos” aprovechando el paso sin aduaneros del mar de Alborán.

Compartir el artículo

stats