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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Del racionamiento a las restricciones

¿Podrán las nuevas generaciones acostumbrarse a restringir el consumismo?

La palabra de este verano se pronuncia en plural: restricciones. No se habla de otra cosa más que de los sacrificios que vamos a tener que hacer en un otoño que este año más que caliente, como venía siendo habitual, será frío. O igual las dos cosas, a juzgar por lo mucho que vamos a tener que racionar en los próximos meses. Muchos suministros que antes dilapidábamos alegremente -el gas, la luz, el agua, la comida- se verán restringidos de forma drástica, bien por su escasez, bien por la desmesurada subida de precios.

Los mayores del baby boom -los nacidos a finales de los cincuenta- llegamos a oír hablar mucho de la cartilla de racionamiento, de alimentarse a base de fariñes y nabos, del hambre del 41. Incluso heredamos hábitos de nuestros padres que causaban hilaridad a nuestros hijos. Rebañamos los platos como si no hubiera un mañana, besamos el pan antes de tirarlo, reutilizamos las sobras y hasta comemos los yogures caducados.

Para sorpresa de todos, una encuesta del Instituto Silestone para el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, hecha pública esta misma semana por varios medios, revela que los menores de 35 años son los que menos alimentos desperdician. Y, en cambio, los baby boomers, los que más. No puede ser, nos decimos los que nacimos al principio de la franja generacional. Esos serán los que nacieron ya bien entrada la década de los sesenta, con el consumismo, los que se criaron bien alimentados a base de bífidus, aguacates o cereales.

Por lo que se ve, los menores de 35 años ya veían venir el nubarrón de las restricciones y se anticiparon administrando racionalmente los alimentos. Ahora se entiende la profusión de las ‘doggy bags’ -eufemismo para justificar que nos llevemos a casa lo que nos sobra en el restaurante-, de las muy apetitosas recetas a base de restos de comida, o la obsesión por hacer una lista de la compra raquítica. Todo eso, en realidad, ya lo practicábamos los de nuestra generación: no íbamos a restaurantes más que en grandes eventos familiares, la gran mayoría no teníamos mascotas, cenábamos las sobras de la comida y comprábamos en función de los precios y no de las apetencias.

El problema es serio. El Ministerio ha aprovechado la presentación de la encuesta para decirnos que uno de cada tres hogares necesita modificar sus hábitos para reducir el despilfarro alimentario. Cada español tira a la basura más de medio kilo de comida a la semana. Al año se desperdician en España, según datos oficiales, 1.400 millones de kilos de alimentos. Y, lo que es peor, de esa cifra astronómica el 75 por ciento no son desperdicios, sino productos sin abrir. En nuestra época, nuestros padres hubieran exclamado aquello de “y en África los niños muriendo de hambre”.

En estos tiempos, las recomendaciones de los padres las ha asumido el Estado en forma de decreto. De hecho, el departamento que dirige el discreto ministro Josep María Planas presentó en el Consejo de Ministros del 6 de junio la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que entrará en vigor en 2023, año que ya podemos considerar fatídico, cinco meses antes de que empiece, por la cantidad de restricciones anunciadas.

La ley incluye una serie de buenas prácticas para corregir nuestra conducta. Algunas tan curiosas como evitar que "los establecimientos comerciales dispongan de líneas de venta productos feos, imperfectos o poco estéticos" o "incentivar la venta de productos con la fecha de consumo preferente o de caducidad próxima". Y cómo no, un capítulo dedicado al régimen sancionador, con multas que oscilan entre los 2.001 y los 60.000 euros.

Volviendo al sorprendente dato de que los menores de 35 años desperdician menos comida, hay que tener en cuenta que hoy, a diferencia de épocas pasadas, son muchos los que viven solos, lo que facilita una mejor administración. Y otro factor, recogido en la encuesta, la mayoría no tiran la comida por solidaridad con los famélicos, sino por el alto riesgo medioambiental que supone la acumulación de residuos.

Una vez más nuestros padres van a tener razón: “Aquí no se levanta nadie hasta que vea ese plato vacío.

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