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Manuel Herrero Montoto

Lo que hay que oír y no debiéramos oír

Frases lapidarias sobre el paso del tiempo que retratan a quienes las pronuncian

Desde que el mono se hizo sapiens, unos y otros nos medimos en edad por las señales que el perseverante paso del tiempo grabó en nuestros cuerpos serranos. Y con ellas fuimos acumulando en el archivo de la estupidez un amplio repertorio de fraseología digna de ocupar un lugar destacado en la Enciclopedia de la Simpleza.

Vamos a ello. Sigamos un criterio cronológico, empecemos por la edad temprana, pongamos, por ejemplo, superada la edad del pavo y antes de incorporarnos a filas, cuando había, para nuestra desgracia, filas caqui donde incorporarse. Rara era la semana que un cincuentón, picado por la envidia que despierta la juventud y ante la imposibilidad del pacto fáustico, no nos soltara aquello de "lo que daría yo por tener tus años". Tú, claro está, no decías nada. Y el otro remataba: "Verás cuando llegues a los míos". Ni ponías precio a lo primero ni te planteabas lo segundo.

Cumplimos algún año más, estás en el paro o trabajas, funcionario o por cuenta propia, en una palabra, vas tirando como buenamente puedes. Y no la podrás evitar, es la voz de la experiencia, siempre atenta a tus movimientos, que te recuerda que tú al lado de él eres un piojo insignificante, lo hace con el verbo hinchado por su ego de pacotilla: "Yo a tus años, ya…" ¿Ya qué? ¡Carapijo! Otra ocasión para no entrar al trapo.

Y si el guion no se trunca por la innombrable, la vida sigue, y te caen años, y más años, arrugas, canas por añadidura, eso si no estás calvo, y menguas unos centímetros de altura, y mengua también, bueno, te entra la apatía tonta, y, entonces, piensas que esas palabras no las oirás nunca, que se fabricaron para los otros, no para ti, imposible, pero te equivocas, cuando menos lo piensas va uno o una y te calca: "Ya me gustaría llegar a tus años y estar como tú". Hay que jorobarse, encima debe tomarse como un piropo. Cagüen…, me entraron ganas de hacer copia de los mil informes médicos que me avalan y metérselos por ahí, por donde amargan los pepinos.

Escribe Baltasar Gracián, en un desliz de imprudencia y aplicando la anatomía comparada a su sabia leyenda, lo siguiente: "A los 20 años un hombre es un pavo real; a los 30 un león; a los 40 un camello; a los 50 una serpiente; a los 60 un pavo; a los 70 un mono; a los 80 nada".

Otras palabras, y esas sí que no las oiremos: "¡Qué bueno era!". En mi caso sobrará la exclamación.

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