Gitana

De la inmigración y el racismo, una lección sobre la vida de dos mujeres en una conversación de autobús

Carlos Fernández

Carlos Fernández

Vivo a las afueras de Oviedo. Para acercarme prefiero el tren al autobús; pero a veces, me subo al bus, aunque suele haber dificultades para pillar asiento. Y así fue días atrás. En esos casos intento situarme en un hueco amplio que hay en el centro del vehículo, frente a una de las puertas. Creo que está diseñado para las personas que usan silla de ruedas. Pero ese día estaba ocupado por una madre joven, con un carrito en el que dormía apaciblemente un bebé rubicundo y colorado, al que envidié por su fantástica forma de viajar, en definitiva en coche-cama. La madre, rubia y de pómulos salientes, grandona, tenía todo el aire de ser de más allá de la Puerta de Brandemburgo, buena tierra aunque fría y ahora con problemas. Yo, apoyado en una de las barras verticales inmediatas al lugar me puse a leer. En una de las paradas entró una chica de etnia gitana. Pelo negro, racial, muy guapa, un poco gruesa, que se dirigió sonriendo directamente a la mujer de facciones eslavas. Se conocían. La rubia hablaba un castellano pedregoso pero correcto, la gitana lo hacía con ese toque especial. Hablaban en alto, por lo que no era fácil leer. Además pronto la conversación superó al libro sobre las andanzas de Pierre Loti por la Polinesia. La eslava estaba contenta. Su marido había conseguido un pequeño empleo estable, y ella atendía a una señora muy mayor, y muy buena, por las tardes, con alguna más en cartera. Con lo que cobraban ambos, vivían por primera vez sin angustias, felices dentro de la sencillez; no querían más. El bebé, con un nombre lleno de consonantes, crecía sano, y posiblemente, si las cosas no se torcían intentarían darle un hermano, no querían que creciese solo. Ganas de hacer lo preciso para tenerlo no les faltaban, dijo la eslava soltando una carcajada de encofrador. "Un techo, un plato, unos brrrasos que te den calorrr. Todo lo demás carrrese de importansia, crrréeme".

"No, falta otra cosa: que te dejen vivir", dijo la joven gitana. Ella había tenido una relación, un noviazgo, muy doloroso, muy duro, que había fracasado; un hombre dominante, controlador. Se portó mal. Si emparejar era eso, no, gracias. Pero meses atrás, en el trabajo, encontró a un hombre bueno, dulce, preocupado por ella, que la respeta. Y se enamoraron. Absolutamente. Como en el cine. De hecho quieren casarse. Y ella está segura que, siendo como es él de cálido –ella es más brava–, se querrían siempre.

Pero tienen un gran problema: su padre no le da permiso para casarse con él. Porque es payo. Ha explicado, ha rogado, ha llorado, pero no la dejan. Es terrible todo porque se quieren con locura, pero ella no puede romper con su familia, dejar atrás todo. "¡Yo no soy gitana, ni paya, ni nada, soy una mujer enamorada de un hombre…!".

En ese momento llegó mi parada. Bajé agradecido por la lección de aquella chica: yo tampoco soy payo ni gitano, ni blanco, ni negro, ni nada. Una persona, sin más. ¿Cuánto tiempo necesitaremos para entender esto?

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