Aquella Universidad

La importancia de recuperar el histórico espíritu universitario como motor de la sociedad

El claustro de la Universidad de Oviedo a principios del siglo XX.

El claustro de la Universidad de Oviedo a principios del siglo XX.

Javier Junceda

Javier Junceda

Hubo un tiempo en el que no se pasaba por la universidad: era esta la que pasaba por uno. La forma de ser universitaria se respiraba nada más franquear el portón de acceso al claustro. Existía una manera específica de sentir ese mundo, en el que la libertad y la búsqueda de la verdad se daban la mano. El afán intelectual y un estilo propio conformaban la vida del estudiante y del profesor, porque sentarse en aquellos viejos bancos no era cualquier cosa. La universidad igualaba socialmente en torno al saber y muchos conocimos al entrar en ella esa profunda fraternidad que procura el conocimiento, procedas de donde procedas y vayas luego adonde vayas.

Hablar ahora de estas cosas, en un ambiente como el de ciertas Facultades de la Complutense en donde no queda espacio sin enmerdar a base de consignas radicales y aspecto peor que decadente, es de una ranciedad manifiesta. Y no digamos tratar de defender la limpieza de tales estercoleros y la pronta recuperación de un espíritu perdido que sigue sin interesar pese a que esté en la raíz de muchos de los males que azotan a la universidad española. Continuamos centrándonos con obsesión en los detalles científicos y técnicos, por más que resulten esenciales si no se manipulan, obviando sin embargo los demás valores, lo que siempre conduce a una educación que hace al hombre un "diablo más inteligente", en agudas palabras de C.S. Lewis.

De esa época viejuna en la que la universidad era otra cosa data el noble gesto en el que me gustaría detenerme, imposible de contemplar en nuestro actual contexto universitario y hasta general. A don Ramón Prieto Bances, eximio jurista asturiano, la Guerra Civil le alcanzó sin bando en el que cobijarse. Su talante moderado, con tintes liberales y católicos, le alejaban de unos y otros. Tras estallar la contienda, tomó el camino del exilio, por temor a represalias al haber sido fugazmente Ministro de Instrucción Pública de la República. Como había abandonado su destino como catedrático de Historia del Derecho en Oviedo, se le tuvo entonces por cesante.

La Universidad igualaba socialmente en torno al saber y muchos conocimos al entrar en ella esa profunda fraternidad que procura el conocimiento, procedas de donde procedas

Tras innumerables gestiones y expedientes que darían para un libro, Prieto Bances vería finalmente restablecida su condición docente siete años después de su separación de la cátedra ovetense al ser depurado. En ese instante, ocupaba su puesto otro inolvidable maestro, don Ignacio de la Concha, quien se lo cedería gustoso a su colega trasladándose él a la Universidad de Valencia a ejercer como titular del departamento de Historia del Derecho. Gracias a esa magnánima decisión, don Ramón pudo jubilarse en la Universidad de Oviedo a finales de 1959.

Un buen día le pregunté a don Ignacio sobre aquel glorioso episodio, cuando él ya estaba apartado también de la docencia y solo disfrutaba organizando unos célebres itinerarios históricos por las zonas de la piel de toro en las que los turistas pasan rápido. No le dio la mayor importancia y consideró que había hecho exactamente lo que tenía que hacer cualquier universitario, aunque aquello le hubiera acarreado incordios personales o profesionales. Nunca he olvidado la naturalidad con la que me lo dijo, cuando se trataba de una hidalguía rayana al quijotismo como la copa de un pino.

No estaría nada mal retornar a estos edificantes modelos de antaño, como el de Ramón Prieto Bances, que sin duda debieran iluminarnos el presente y el futuro

En momentos en que la discusión de la reforma universitaria se focaliza en la gestión de los Campus; en la proliferación de instituciones por doquier –salvo en el Principado, única junto a Extremadura sin iniciativas privadas–; en las nuevas formas de acreditar al profesorado o de sacar plazas y más plazas funcionariales; en el abandono de las aulas por las pantallas; en las fórmulas para sortear la dedicación exclusiva o dejar de combatir la endogamia, no estaría nada mal retornar a estos edificantes modelos de antaño, que sin duda debieran iluminarnos el presente y el futuro, convirtiendo a las universidades en ese ejemplar motor de nuestra sociedad que nunca debió de dejar de ser.

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