La política, en serio

La adicción de los servidores públicos a las redes sociales y el culto a la instantaneidad

Guillermo Martínez

Guillermo Martínez

A finales de noviembre de 2021 el presidente francés, Emmanuel Macron, criticaba la publicación de una carta por parte de Boris Johnson a través de la red social Twitter considerándolo un método "poco serio" para la comunicación entre dos gobiernos. Esta red social que ahora cumple 17 años, conserva su imagen de modernidad, ha permitido ampliar el espacio público, facilita una participación directa, contribuye a la transparencia, ayuda a conocer el estado de opinión, reduce la complejidad a titulares y posibilita la emergencia de nuevos liderazgos. ¿Qué hay de malo en que cualquier persona pueda comunicarse e interactuar con un responsable político?

La política, en serio

La política, en serio / Guillermo Martínez

Un punto de vista más critico señala que la ampliación del espacio político es más una sustitución, que la participación está menos estructurada, que el termómetro de las redes es parcial, que simplifica al extremo los mensajes, que crea liderazgos virtuales o que ocupa a los decisores gran parte del tiempo que deberían dedicar al conocimiento de los asuntos sobre los que tienen que decidir.

En "Guardianes del mensaje", Toni Aira reflexiona sobre la falacia de que no existen nunca problemas de gestión de los asuntos públicos, que estos son siempre de comunicación. Ojalá fuera así. La constante apelación a las emociones va pareja a la reducción de datos y marcos de referencia. Éstos quedan relegados no porque los cargos públicos no quieran ofrecerlos ni dispongan de ellos, no porque no se posean simulaciones y escenarios de las repercusiones de las decisiones a adoptar, sino porque es un producto que no se demanda, que aburre, que obliga estudiar en profundidad un problema, que no hay forma de resumirlo. Y es que la emoción prefiere culpables a soluciones, privilegia el entretenimiento frente al análisis, confunde causas y consecuencias y fusiona todos los tiempos en el presente. Y además es adictiva, pues la razón establece límites y método, medidas y proporciones, hay pasado y futuro.

El problema no está en que los políticos se vuelvan adictos a las redes sociales. A buen seguro muchos responsables las toman más como una obligación que como un convencimiento de su utilidad para las funciones de gobierno, entre las que obviamente está también la de escuchar y explicar, y otros verdaderamente creen en su poder democratizador formando parte de una práctica avanzada de gobernanza. El problema es que la sociedad reclama "políticos de guardia", que hablen y sepan de todo, que expresen sus emociones y se conviertan en opinadores, pero a la vez que sean maestros en gestión pública. Y desafortunadamente no hay tantas ideas como impulsos, y siguiendo el razonamiento aristotélico, al igual que la virtud humana no tiene límites, la estupidez tampoco. Es tan surrealista como pedir que se suba el volumen de una frecuencia que no vamos a sintonizar. Y esa exigencia subvierte el verdadero valor de la política, ese espacio en donde ante distintas alternativas, se deben elegir las mejores, una vez sabemos no existen las perfectas ni cálculo científico que las garantice ni que genere consensos absolutos.

Nos situamos en el tránsito de una sociedad cartesiana a una más emocional, con un elevado culto a la instantaneidad, a lo directo, a lo inmediato. Pero esta "dictadura de la urgencia" se compadece mal con un mundo cada vez más complejo, donde los desafíos desafortunadamente no son más sencillos, ni las soluciones binarias. Y también con el sistema representativo. Hay más participantes, pero hay menos líderes. Hay más opiniones, pero se parecen más. Hay más viralizaciones, pero menos entusiasmo. Para aspirar a la buena acción pública no podemos renunciar al sueño ilustrado del deber de pensar por nosotros mismos. La política será todo lo seria que queramos.

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