El Guggenheim que no vendrá

Apreciaciones y dudas sobre el proyecto museístico de Tabacalera

Pablo Luis Álvarez

Pablo Luis Álvarez

Me dijeron el otro día: «Esto que escribes es muy difícil, la gente no se entera», a lo que yo respondí: «Subestimas a mis lectores», esperando felizmente en efecto tener alguno. Me parece que es un desprecio hacia quien tiene la generosidad de leernos el pensar que el público medio no tiene la capacidad de analizar y digerir textos complejos, incluso arduos, o de encontrar placer en ese desempeño (más aún ahora que sabemos que Asturias es, además, toda una potencia en comprensión lectora). Siguiendo con esta línea en la que no estoy solo –que hay saberes en mi campo que pueden permitir a la ciudadanía fiscalizar la política cultural que se le impone– hoy voy a hablar de la Tabacalera de Gijón.

Parece que este es el proyecto estrella de quien probablemente se convierta en la nueva alcaldesa de la ciudad –la anterior corporación municipal también había puesto sus ojos en el edificio de Cimadevilla, con un planteamiento diferente que también tenía tela que cortar–. En la presentación del proyecto, Moriyón tranquilizaba al electorado al recordarles que su idea no supondría un aumento en la adjudicación presupuestaria, ni tampoco un retraso en la finalización de las obras. Mis queridos gijoneses pueden respirar aliviados sabiendo que sus dineros se administrarán con sabiduría. Por supuesto, el proyecto se nos presenta como revulsivo cultural y motor dinamizador para la ciudad en particular y para Asturias en general, renovando nuestras esperanzas de que quizás el arte, sin saber cómo ni por qué, pueda ser algún día la solución definitiva para alcanzar la prosperidad económica y la paz social –efectivamente, yo creo que lo es, pero no lo va a ser ni por ósmosis ni por birlibirloque.

Ni tampoco porque vaya a reproducir en Gijón lo que a menudo se conoce por «efecto Guggenheim», fenómeno que el equipo de la candidata espera replicar. Esto, conciudadanos, es un embuste y no va a suceder.

Recordemos brevemente las circunstancias en que se desarrolla el éxito del proyecto bilbaíno, que acarreó un desembolso de más de 150 millones de dólares para que la fundación que daría nombre al museo bailase con una ciudad que chapoteaba en la cochambre. Esto sucede en un contexto ideológico y estructural en el que España necesitaba grandes infraestructuras (y también del optimismo nacional que los proyectos faraónicos son capaces de brindar). También el mundo del arte contemporáneo había delegado entonces el éxito de sus iniciativas en el estrellato de los grandes arquitectos. El proyecto de Frank Gehry no sólo trajo un espacio que pudiese dar cabida a una nueva colección asociada a otra ya existente (de muchísimo más relumbrón que la de los Masaveu, me temo) así como a exposiciones temporales, sino que se convirtió en sí mismo en un icono para la ciudad, sin duda porque la «intelligentsia» del momento, con la excepción de Oteiza, había puesto su confianza en esta manera de hacer arquitectura.

Hoy esto ha cambiado y el escepticismo hacia esta clase de propuesta es la posición habitual entre quienes se dedican al arte. Desde luego el proyecto de Tabacalera ni cuenta con la presencia estelar de un arquitecto como Gehry ni va a convertir al edificio en un icono global –no creo tampoco que tenga que convertirse en eso–.

Pero con lo que no cuenta este proyecto es con el respaldo institucional y el prestigio sin parangón que el apellido Guggenheim aporta, ni tampoco con el saber curatorial que la fundación Salomon R. Guggenheim, a cambio de que Bilbao financiase el proyecto, llevó a la ciudad vasca. ¿Por qué iba a querer Ai Wei Wei asociar su nombre a una ciudad que ni le suena ni le interesa? ¿Y cuánto tendría que pagar Gijón para despertar su interés? Al espacio de Tabacalera, nos dicen, vendrán Rubens y Picasso. ¿Con qué dinero se pagará esta fiesta de la cultura a la que se nos invita?

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