Europa, tan cerca, tan lejos

Tras el final de la Presidencia española de la Unión Europea

Guillermo Martínez

Guillermo Martínez

Fin de la Presidencia española. Sin el fuego interior es probable que percibiéramos los avances y las implicaciones del mandato español. Esta ha tenido que ir abriéndose paso en una agenda cargada de hitos electorales. Pero las elecciones del próximo mes de junio harán emerger de nuevo el debate en torno al futuro de la UE.

En medio de una compleja situación internacional, con una guerra a sus puertas, al alza el anhelo de seguridad energética y un mundo donde la innovación y el desarrollo industrial compiten y dependen más del impulso público, se sitúa la potencia metrosexual, que aspira a un smart power con mucho del soft power de Joseph Nye y poco del poder duro, aún en un escenario global tan poco condescendiente. Pero hay un aspecto en que destaca: la política de cohesión –la política constituyente– es el mayor esfuerzo de integración regional de todos los ensayos realizados hasta ahora en cualquier parte del mundo. Casi nada.

Precisamente los territorios a los que más oportunidades y reconocimiento otorga el proyecto europeo –los entes locales y regionales- es el ámbito más volátil del impulso europeo. Tras la crisis de 2008, y argumentando que la programación de inversión de los distintos fondos comunitarios, en especial los de la política regional, "estaban ya repartidos", no hubo comunidad autónoma que no rebajara, animada por un proceso de "racionalización" estatal, su estructura y presencia en Bruselas. Algunas, como Asturias, llegaron a poner por escrito que, a partir de ese momento, y por motivos de ahorro y eficacia, las cuestiones comunitarias se llevarían desde la comunidad autónoma directamente. Con la llegada de los fondos Next Generation, las administraciones públicas españolas hubieron de competir con el ámbito privado para captar de nuevo expertos y personas con acreditada experiencia en la nada sencilla gestión de los fondos europeos. Fue la vuelta a la realidad.

Al titubeo inicial del golpe pandémico, que hizo emerger al Estado Westfaliano en todos sus atributos –hasta se recuperó en España el protagonismo del nivel provincial, quizá porque nunca estuvo tan mal pensado como se dice, pero que hoy colisiona con las elites políticas autonómicas–, la Unión Europea respondió finalmente con el mayor esfuerzo financiero conocido por la institución comunitaria desde su fundación, abandonando la receta de ajuste de la segunda década de este siglo, que legitimaba a los responsables de los países centrales, aun a costa de provocar el desafecto con el sistema en los países mediterráneos. Fue el mayor acto de legitimación de la UE.

Por otra parte, desde la adhesión, se cultivó pronto la costumbre de hacer responsable a los que estaban lejos físicamente de los males que aquejaban a determinados sectores productivos, aunque a veces fueran cuestiones de la más absoluta racionalidad. Dirección errática y simplificadora, que actúa como un bumerán, y que alimenta los discursos populistas que luego decimos no saber combatir. Observemos la brecha entre lo rural y lo urbano, el sentimiento de perdedores de amplias capas sociales que ataca los pilares de nuestra convivencia.

Europa sigue siendo una oportunidad. No solo en términos económicos, también en gobernanza. Es cierto que Europa es demasiado grande para caber en un tweet, y que resulta más tentador perderse en lo anecdótico que en intentar elevar el nivel del debate público, pero hoy no hay liderazgo en quienes no tengan como referencia al proyecto europeo. La UE es algo más que el pasaporte borgoña, incluso algo más que la suma de sus políticas, también es una forma de hacer y actuar. Otorguémosle la importancia que merece.

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