¿Qué fue de la gestión?

El relato sustituye a la planificación y a la medición de rendimientos

¿Qué fue de la gestión?

¿Qué fue de la gestión?

Guillermo Martínez

Guillermo Martínez

No se intranquilicen. No es un ataque de simplificación. La mayor parte de los responsables públicos dedican muchas horas y sacrificio a la gestión de los asuntos del común. Lo hacen en escenarios nuevos y con problemas cada vez más complejos. Sus equipos mantienen interminables y aburridas reuniones en mesas antes llenas de expedientes, por más que ahora el soporte informático esconda el verdadero volumen de los asuntos. Las cosas no funcionan sólo por aquello de la teoría de sistemas. Requieren de mucha dedicación y esfuerzo. El problema es otro, y reside en que la gestión basada en la planificación ha perdido interés, cuenta con menos valoración pública, porque en la reducción de los tiempos al presente, cualquier cosa es «histórica», lo de ayer es siempre peor y lo del mañana, es lo de hoy.

Que los ciclos de la gestión se correspondan cada vez menos con los ciclos políticos puede parecer una afirmación inocua, pero las mutaciones en el espacio público impuestas entre otros por los ritmos electorales reducen el horizonte de la política. Es fácil de entender. Cuando todo es más líquido, los cambios más rápidos y las políticas públicas sufren problemas de identificación, es más tentador la construcción y el mantenimiento del relato que la planificación o la medición de rendimientos. Como alternativa también es más fácil apuntarse a la crítica del laberinto normativo y procedimental o en reacción contraria, utilizar las reglas en sustitución de la gestión. Contradictoriamente, cuando la política es más compleja, en ocasiones, la gestión puede ser más cosmética.

El tiempo de la decisión no es mismo que el de la gestión, pero uno es inconcebible sin tener en cuenta el otro. Si en ocasiones un ministro no llega a ver la aprobación de un proyecto legislativo propio, menos aún los resultados de una política. A finales de la década de los noventa apareció en Francia una obra de referencia sobre el poder político, escrita por Olivier Duhamel. En ella y bajo el título «El ministro incierto» desgranaba las cualidades de acceso a la carrera ministerial, pero también advertía de su baja esperanza de vida: 18 meses de mandato –una media en la última década de 36 meses en España–, la mitad que sus primeros ministros. Resulta difícil con esta mortalidad no solo la planificación sino la asunción de decisiones políticas con beneficio a largo plazo, pero alto coste político en lo inmediato.

A veces se olvida lo fundamental que es hacer mucho con poco. Se llama eficiencia. Se olvida cuando se destaca que tenemos el mayor gasto en una determinada política pública –eso es el esfuerzo de la contribución ciudadana–, pero no de sus resultados o de las posibles alternativas. No obstante, la «nueva gestión pública» no puede nacer del complejo comparativo con la privada. Las limitaciones de la gestión pública no tienen por qué ser negativas, responden a un patrón distinto y requieren como bien saben algunos de mucha más pericia y talento que las pensadas en una primera impresión.

Luego está la gestión de los tiempos de los responsables públicos. La comunicación ha ido ganando terreno a la gestión, y dentro de ésta, se consume excesivo tiempo en decir lo bien que se hace todo y menos en un ejercicio más racional de explicación. Qué importa la ejecución de un presupuesto si va a tener el mismo titular que los anuncios de iniciativas, cuando además estos últimos no tienen límite. O qué importa proponer desde el ámbito de oposición una cosa y la contraria, si se ha interiorizado que es más rentable desgastar a los gobiernos que en resaltar la alternativa. Optar por bajar el nivel es emocionalmente reconfortante, pero a largo plazo socava los elementos de racionalidad necesarios para entender y legitimar las decisiones. Luego nos alarmamos de la simplificación de los populismos. La gestión necesita liderazgo político y riesgo, vocación y dedicación. Pero también necesita profesionalización. En España se entiende ésta como años de permanencia en las responsabilidades, y no como profundización en el conocimiento y habilidades de gestión, de ahí su mala prensa. Pero conviene no decir siempre lo que gusta oír: la política requiere profesionales.

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