Ser o no ser un país industrial

El sector fabril español está lastrado, especialmente, por unos desproporcionados costes energéticos

Planta de Arcelor en Veriña

Planta de Arcelor en Veriña / Pablo Solares

Alberto González

Alberto González Menéndez es director general de la Federacion Asturiana de Empresarios (FADE)

Esta semana hemos conocido una noticia inquietante. La empresa más grande de las instaladas en nuestra tierra, una compañía antes pública y ahora multinacional, que con su devenir ha escrito buena parte de la historia industrial y económica de esta región desde mediados del siglo pasado, impulsará en Francia un proyecto de descarbonización de su proceso productivo que supondrá una inversión de 1.800 millones de euros. El ministro francés de Economía, Finanzas y Soberanía Industrial y Digital viajó a Dunquerque para firmar el acuerdo y el propio presidente Macron se hizo eco del mismo calificándolo de "histórico". Por cierto, es llamativo que Francia haga figurar expresamente en la denominación de uno de los Ministerios de su Gobierno el concepto "Soberanía Industrial".

En noviembre del año 2022 la misma compañía ya había comunicado el arranque de un proyecto semejante por valor de 1.300 millones de euros en Ontario (Canadá). En cambio, se ha dejado en suspenso otro similar anunciado para Asturias en julio del año 2021, es decir antes que todos los anteriores, por importe de 1.000 millones de euros.

Seguramente razones hay muchas y variadas para justificar estas decisiones. Pero estoy seguro de que hay una que destaca sobre el resto: la falta de competitividad y estabilidad en los precios de la energía en España. Los procesos industriales requieren energía. Algunos, como la metalurgia y la industria pesada, mucha energía. Y el impacto que tanto fallos en el suministro como oscilaciones abruptas en los precios tienen en la capacidad competitiva de estas empresas es crítico.

Así lo entienden países que apuestan decididamente por su industria y articulan sistemas de producción y tarifarios que favorecen la actividad industrial. Por ejemplo Francia, que a través de un mecanismo denominado ARENH se reserva desde el año 2010 una cuarta parte de la producción eléctrica nuclear de EDF para, entre otras cosas, atender la producción industrial a un precio fijo acordado. Y que, por si fuera poco, ha aprobado recientemente además una partida de ayuda a la compensación de gastos de emisiones industriales de CO2 por importe de 13.200 millones de euros.

O Alemania, que a la vista del impacto que la crisis del gas ruso le estaba infringiendo y tras largos meses de discusión entre los tres socios de la coalición gobernante (socialdemócratas, ecologistas y liberales), ha promulgado una ley que contempla un paquete de ayudas por valor de 28.000 millones de euros con el fin de rebajar el precio de la electricidad para su industria por un plazo de cinco años. Estas ayudas tienen el concreto y explícito fin de preservar la competitividad de ese sector e impedir que las empresas deslocalicen producción a países con costes energéticos más bajos.

Es decir, conscientes de los problemas que pueden generarse, en ambos casos se están procurando precios energéticos competitivos y estables para una industria localizada en un continente, Europa, que es líder mundial en el cobro de derechos de emisión y que debe competir en un entorno cada vez más abierto con empresas americanas y asiáticas que disponen de energía más abundante y barata. Y lo hacen dos países que entienden que la industria es un sector fundamental por la riqueza que genera en su territorio y por el riesgo que supone perder la soberanía nacional en la fabricación de productos industriales que son básicos para el correcto funcionamiento de sus economías.

En febrero del año 2019 el Gobierno de nuestro país presentó la Nueva Política Industrial Española 2030. El anunciado objetivo principal era reindustrializar la economía y conseguir que en el arranque de esa cuarta década del siglo el 20% del PIB nacional fuera generado por la industria. Con ese fin, se pensaba desarrollar y potenciar los sectores industriales, transformar nuestro tejido industrial dando especial importancia a las pymes, incorporar a los procesos productivos nuevas tecnologías digitales para dotarlas de competitividad internacional y propiciar una adecuada transición ecológica a un modelo circular. Pero poco hemos avanzado: cinco años más tarde la aportación al PIB sigue oscilando entre el 14-16%.

En cambio, desde entonces han pasado muchas cosas y el futuro industrial de España se enfrenta a múltiples retos, algunos ya conocidos y otros más novedosos: una intensa y cambiante sobrerregulación plagada de solapamientos, lentos procedimientos burocráticos, la ausencia de neutralidad tecnológica, una elevada presión fiscal, una nueva realidad geopolítica que amenaza tanto la cadena de suministro como la autonomía estratégica, dificultades cada vez mayores para encontrar mano de obra especializada y la competencia de otros países, como los ya citados, o zonas del mundo que han resuelto apoyar decidida y descaradamente a su industria, como es el caso de EEUU a través de la Ley de Reducción de la Inflación.

Pero sobre todo, insisto, la industria española está lastrada en primer lugar y especialmente por unos desproporcionados costes energéticos. Nos hemos empeñado en ser los primeros de la clase en descarbonización, objetivo muy loable. Pero, o no hemos hecho bien las cuentas del coste de esta pretensión ni hemos evaluado adecuadamente sus consecuencias, o no nos importa poner en riesgo la supervivencia de nuestra industria. No es garantía de futuro, porque hay que hacer muchas más cosas, pero entretanto no aseguremos en España un entorno de precios energéticos competitivo estamos condenando a nuestra industria a su desaparición o deslocalización.

O, dicho de otro modo, debemos decidir si realmente queremos ser un país industrial, lo que nos obligará a entender la nueva normalidad que delimita esta actividad y acometer de una vez medidas serias, rápidas y eficaces para conseguirlo. O no queremos serlo, en cuyo caso habrá que identificar y evaluar los problemas y riesgos que ello comporta y, sobre todo, ver cómo compensar los 2,1 millones de empleos directos que genera la industria en España (casi 7 millones si se consideran los indirectos). En cualquier caso, sería muy conveniente evolucionar del verbo "exigir" hacia, tal vez, "favorecer"; porque en pleno siglo XXI las formas y recetas del XX ya no son válidas y, además, es muy difícil poner puertas a un campo en el que es sencillo adaptar o montar fábricas y muchos pelean porque sea en sus territorios.

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